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jueves, 4 de agosto de 2011

LA MADRE (I-21). Máximo Gorki

Autoras/es: Máximo Gorki
Una vez llegó de la ciudad una muchacha avispada, de pelo rizoso, que trajo un envoltorio para Andréi, y al marcharse, dijo a Vlásova, relucientes los ojos de alegría:
- ¡Hasta la vista, camarada!
- ¡Hasta la vista! -respondió la madre, conteniendo una sonrisa.
Y después de haber acompañado a la muchacha hasta la puerta, se acercó a la ventana y quedóse mirando, sonriendo, cómo andaba por la calle su camarada: iba saltarina con sus pequeños pies, lozana como una flor de primavera y alada como una mariposa.
- ¡Camarada! -dijo la madre cuando la joven hubo desaparecido. ¡Ay, queridita! ¡Que Dios te dé un camarada honrado, para toda tu vida!
(Fecha original: 1907)


La vida fluía rápida; sucedíanse los días, diversos, siempre distintos. Cada uno de ellos traía consigo algo nuevo, que ya no inquietaba a la madre. Por las noches, cada vez con mayor frecuencia, se presentaban desconocidos; conversaban con Andréi a media voz, preocupados, y ya a horas avanzadas, se marchaban, hundiéndose en la oscuridad, con los cuellos subidos, los gorros encasquetados hasta los ojos, cautelosos, sin hacer ruido. Se percibía en cada uno de ellos una excitación contenida; parecía que todos querían cantar y reír, pero que les faltaba tiempo para ello, siempre tenían prisa. Unos, irónicos y graves; otros, alegres, radiantes de fuerza juvenil; otros, silenciosos y pensativos, pero todos, a los ojos de la madre, tenían algo semejante, tenaz, seguro, y aunque cada uno poseía su rostro peculiar, para ella fundíanse todos en uno solo: flaco, tranquilo, resuelto; rostro claro, con la mirada profunda, acariciadora y severa, de unos ojos oscuros, como la de Cristo camino de Emaús.
La madre los contaba, agolpándolos mentalmente en torno a Pável, y en aquella multitud él se volvía inadvertido a los ojos de los enemigos.
Una vez llegó de la ciudad una muchacha avispada, de pelo rizoso, que trajo un envoltorio para Andréi, y al marcharse, dijo a Vlásova, relucientes los ojos de alegría:
- ¡Hasta la vista, camarada!
- ¡Hasta la vista! -respondió la madre, conteniendo una sonrisa.
Y después de haber acompañado a la muchacha hasta la puerta, se acercó a la ventana y quedóse mirando, sonriendo, cómo andaba por la calle su camarada: iba saltarina con sus pequeños pies, lozana como una flor de primavera y alada como una mariposa.
- ¡Camarada! -dijo la madre cuando la joven hubo desaparecido. ¡Ay, queridita! ¡Que Dios te dé un camarada honrado, para toda tu vida!
Había notado con frecuencia en todos los que venían de la ciudad un algo infantil, y sonreía condescendiente; pero la llenaba de gozosa admiración, conmoviéndola, su fe, cuya profundidad percibía con nitidez cada vez mayor. Sus sueños sobre el triunfo de la justicia la confortaban acariciadores, y al oír hablar de ellos, suspiraba sin querer, con una pena ignota. Pero lo que más la conmovía era su sencillez, su bella y generosa despreocupación por sí mismos. Entendía ya muchas cosas de lo que ellos decían acerca de la vida; se daba cuenta de que habían descubierto la verdadera fuente de la desdicha de todos los seres humanos y habíase acostumbrado a aceptar sus ideas. Pero en el fondo de su alma no creía que pudieran transformar la vida a su manera ni que tuvieran fuerzas suficientes para atraer con su fuego a todo el pueblo trabajador. Cada cual quería estar harto hoy, y nadie deseaba dejar la comida, ni siquiera para mañana, si es que podía comérsela en seguida. Pocos serían los que emprendiesen aquel lejano y duro camino, pocos ojos verían, a su término, el reino legendario de la fraternidad de los hombres. Por eso todas aquellas buenas gentes, a pesar de sus barbas y de sus rostros cansados, le parecían niños.
¡Queridos míos!, pensaba, moviendo la cabeza.
Pero todos ellos llevaban ya una vida buena, seria y sensata, hablaban del bien, y, deseosos de enseñar a las gentes lo que ellos sabían, lo hacían sin regatear esfuerzos. Ella comprendía que se podía amar una existencia así, a pesar del peligro que entrañaba, y suspirando, miraba hacia atrás, donde, como una franja estrecha y sombría, extendíase monótono su pasado. Sin advertirlo, iba adquiriendo la serena conciencia de que era necesaria para aquella vida nueva; antes no se había sentido jamás útil para nadie, pero ahora veía ya con claridad que era necesaria para muchos, sensación nueva y grata que le hacía erguir la cabeza ...
Llevaba las hojas a la fábrica con puntualidad, pues consideraba eso como una obligación suya, y los policías, acostumbrados a verla, no reparaban ya en ella. Varias veces la habían registrado, pero siempre al día siguiente de haber aparecido las hojas en la fábrica. Cuando no llevaba encima nada comprometedor, sabía despertar las sospechas de agentes y vigilantes, que la paraban y le hacían un registro. Ella fingíase ofendida, discutía con ellos y, después de reprocharles la acción, se marchaba orgullosa de su habilidad. Le gustaba aquel juego.
A Vesovschikov no le volvieron a admitir en la fábrica, y entró a trabajar en casa de un negociante en madera; transportaba por el arrabal cargamentos de vigas, leña y tablas. La madre le veía casi a diario. Afianzando fuertemente los cascos en tierra, temblonas las patas en tensión, avanzaba un par de caballos negros. Ambos eran viejos y huesudos, movían la cabeza, tristes, cansinos, y sus ojos vidriosos parpadeaban de fatiga. Tras ellos se extendía una viga larga, trepidante y húmeda, o un montón de tablas, cuyos extremos entrechocaban con estrépito, y al lado, sosteniendo las flojas riendas, sucio, harapiento, con sus pesadas botas altas y el gorro echado sobre la nuca, caminaba Nikolái, torpón y macizo, como un tronco arrancado de la tierra. También iba moviendo la cabeza y mirándose a los pies. Sus caballos atropellaban ciegos a los carros que venían en dirección contraria y a la gente, y a su alrededor zumbaban como zánganos los irritados denuestos y cortaban el aire los furiosos gritos. Él, sin levantar la cabeza ni contestar, seguía su camino, lanzando estridentes, ensordecedores silbidos, gruñendo con voz sorda a las caballerías:
- ¡Anda, arre!
Cada vez que los compañeros se reunían en casa de Andréi para leer un folleto o el último número de algún periódico editado en el extranjero, acudía Nikolái; sentábase en un rincón y se estaba escuchando una hora o dos sin proferir palabra. Terminada la lectura, los jóvenes discutían durante largo rato, pero Vesovschikov nunca tomaba parte en sus discusiones; era el último que se iba, y ya a solas con Andréi, hacíale una pregunta sombría:
- ¿Quién es el más culpable de todos?
- El culpable, ¿sabes?, fue el primero que dijo: esto es mío. Ese hombre murió hace algunos miles de años y no vale la pena enfadarse con él -decía el jojol bromeando, mas sus ojos miraban intranquilos.
- Pero, ¿y los ricos? ¿Y los que están con ellos?
El jojol se cogía la cabeza con las manos; luego, se tiraba de las guías del bigote y hablaba largo y tendido, con palabras sencillas, de la vida de la gente. Pero, según él, resultaba que eran culpables' todos en general, lo que no satisfacía a Nikolái. Apretando fuertemente sus gruesos labios, denegando con la cabeza, declaraba incrédulo que aquello no era así, y marchábase descontento, tristón ...
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- ¡No...! Culpables tiene que haberlos ... ¡Están aquí! Yo te digo que tendremos que volver a roturar nuestra vida sin piedad, como si fuera un campo cubierto de maleza.
- ¡Eso dijo de vosotros, una vez, Isái, el listero! -recordó la madre.
- ¿Isái? -preguntó Vesovschikov, luego de permanecer callado unos instantes.
- Sí. ¡Mal sujeto! Espía a todos, pregunta ... Ya ha empezado a rondar por nuestra calle y a mirar por nuestras ventanas ...
- ¿A mirar? -repitió Nikolái.
La madre estaba ya acostada y no le vio la cara, pero comprendió que había dicho algo de más, porque el jojol, apresuradamente y en tono conciliador, exclamó con viveza:
- ¡Que ronde y que mire! Como tiene tiempo libre, ¡por eso se pasea!
- ¡No, aguarda! -dijo Nikolái con voz sorda-. ¡Él es el culpable!
- ¿Culpable de qué? -preguntó rápidamente el jojol-. ¿De ser tonto?
Vesovschikov se marchó sin contestar.
El jojol se paseaba lentamente y cansino por la habitación, arrastrando suavemente sus piernas, delgadas como patas de araña. Habíase quitado las botas, como hacía siempre, para no meter ruido y no molestar a Vlásova. Pero ella no dormía, y cuando Nikolái se hubo marchado, dijo alarmada:
- ¡Le tengo miedo!
- ... -dijo el jojol, arrastrando la palabra-. Es un muchacho de malas pulgas. No le vuelva usted a hablar de Isái, madrecita; pues, en efecto, el tal Isái espía.
- ¡No es de extrañar! Tiene un compadre gendarme -observó la madre.
- ¡Nikolái acabará por darle una paliza! -continuó el jojol con inquietud-. ¿Ve usted los sentimientos que han imbuido en los de abajo los señores que rigen nuestra vida? Cuando personas como Nikolái tengan conciencia de su posición humillante y pierdan la paciencia, ¿qué ocurrirá? La sangre salpicará hasta el cielo y cubrirá la tierra formando espuma, como el jabón.
- ¡Da miedo, Andriusha! -exclamó quedo la madre.
- ¡Si no tragaran moscas, no tendrían que vomitar! -dijo Andréi, después de guardar silencio unos instantes-. Y a pesar de todo, madrecita, cada gota de sangre suya habrá sido lavada de antemano con lagos de lágrimas del pueblo ...
Se echó de repente a reír bajito y añadió:
- Es justo, pero ... ¡no consuela!

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