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martes, 28 de junio de 2011

Del experimento al laboratorio, y regreso. Argentina, o el conflicto de las representaciones, Eduardo Grüner

Autoras/es: Eduardo Grüner
"En una sociedad compleja, la desorganización social no es más que el desmoronamiento de uno de los componentes del todo; pero el todo nunca está tan férreamente integrado como para que por ello se desmorone totalmente"
ERVING GOFFMAN

"Un vez que se ha producido una rotura en cualquier punto del tejido de la vida social, seguirá agrandándose, y los hilos seguirán corriéndose, aun cuando el desgarrón primitivo fuese pequeño y aun cuando el punto en que se produjo corresponda al orillo del tejido"
ARNOLD TOYNBEE
La Argentina, o mejor, el Río de la Plata -una subregión no sólo geo­gráfica y socioeconómica sino también cultural, que con típica operación de pars pro toto pasa por la Argentina- carece de la densidad arqueológica de Perú, México o el Yucatán, así como de la diversidad étnica de Brasil o el Caribe: ni ruinas mayas o aztecas que remitan a un arcaísmo mítico or­lado de rituales sangrientos y arquitecturas exquisitas, ni utopías andinas que hablen de perdidos imperios de comunismo primordial, ni enigmáti­cos e inquietantes rituales vudú o poéticas ceremonias orixá al borde del mar. Ni siquiera diluvios macondianos, barrocos indianos, habanas para difuntos infantes cabreros. Sí, claro, una voluntad ubicada de espaldas al río y a lo que hay a su norte al menos hasta otro gran río, el Grande, con la mirada al frente (no del todo recta, lo cual daría Sudáfrica), en posi­ción firmemente europeizante que autoriza el viejo chascarrillo de Borges sobre esos italianos que hablan español, se visten como ingleses y leen li­bros franceses, pero se llaman argentinos (es decir, rioplatenses -porteños para más detalle, y sólo secundariamente montevideanos, de sexo prefe­rentemente masculino, raza más bien caucásica y clase media más o me­nos ilustrada- que se toman en serio haber bajado (le los barcos a los que ahora buscan volver a subir en tropel). A los cuales, parecería, aquéllas carencias falta de densidad arqueológica, exceso de homogeneidad étnica-les han mermado sus mecanismos de defensa histórica contra el síndrome latinoamericano de la miseria, la violencia, la degradación, la corrupción y el envilecimiento.

La "tragedia argentina", se suele decir, es inmerecida. Con lo cual se quiere sugerir, suponemos, que estas cosas no pueden sucederles a los euro­peos en el exilio -para permanecer borgeanos-, como si por otra parte los propios europeos, en su propia tierra, hace pocas décadas, no hubie­ran pasado por la miseria económica, la violencia de las guerras mundia­les, la degradación de la guerra civil, la corrupción de la política colonial, el envilecimiento del nazifascismo, las decepciones del bolchevismo, la de­cadencia patética de la socialdemocracia, el retorno siniestro de los racis­mos y xenofobias. Pero desde luego Europa -o sea, "Occidente"- detenta, desde 1492, el autolegitimado título de identidad con, y propiedad de, la Civilización como tal. No nos involucraremos aquí en la difícil (imposible, dicen no pocos) cuestión de las "identidades" colectivas, nacionales o con­tinentales. Ni abundaremos, tampoco, sobre la no menos compleja cues­tión historiográfica -y por lo tanto, profundamente política- de cómo se frustró el bolivariano proyecto de la "patria latinoamericana" mediante el trámite de inventar naciones allí donde ni la geografía, ni la historia, ni la cultura, ni la lengua las hacía necesarias, o siquiera verosímiles. En alguna otra parte nos hemos atrevido a sugerir, con alguna dosis de imperfecta ironía, que tal vez esa ficción originaria explique por qué los únicos pro­yectos relativamente exitosos de la cultura latinoamericana parecen ser... los literarios[1]. Realismos mágicos y barroquismos tropicales, en efecto, pa­recen haber sido más eficaces para ponernos en el mapa (al menos, el de los congresos internacionales de literatura comparada) que cualquier ac­ción gubernamental. Lo cual, por supuesto, nada dice en principio contra los efectos de semejante "ficcionalidad" sobre las "identificaciones imagina­rias" productoras de la llamada identidad nacional. Porque finalmente, ¿quién podría vivir sin ficciones y sin imaginarios?
Pero, suficiente ya de esto. Baste recordar, a otros efectos, a los efectos de lo que veníamos balbuceando sobre nuestra escasez arqueológica y nuestro exceso étnico, que en un discutible pero ya canónico) texto.), Darcy Ribeiro nos incluía a los argentinos no entre los pueblos testimonio, vale de­cir los que pese a todo han logrado conservar algunos de sus rasgos étni­co-culturales originarios (pongamos: los mexicanos o los peruanos), ni entre los pueblos nuevos, vale decir los que han surgido de una amalgama sincrética forzado por la esclavitud multisecular (los afroamericanos bra­sileños o antillanos, por ejemplo), sino entre los pueblos trasplantados, vale decir aquellos de matriz plenamente europea -más allá de algunos inevi­tables mestizajes- que bajo la consigna "gobernar es poblar" u otras de si­milar inspiración, eligieron directamente eliminar su previa población au­tóctona -es cierto que cuantitativamente modesta, por comparación a pueblos más "testimoniales"-, en lugar de deculturarlos, para apelar a un tecnicismo etnológico, y donde aparecemos junto a los uruguayos y a los... norteamericanos y canadienses ("si bien con grandes diferencias", aclara el autor, prudentemente).[2]
"Gobernar es poblar", indeed: se trata de una conclusión inevitable cuando se parte de una premisa tan inapelable como la de la "conquista del desierto", y se le otorga todo su valor de lapsus. Quiero decir: ese sin­tagma ya congelado al rango dudoso de sentido común no habla, hay que observarlo, de mera "ocupación", "exploración", "forestación" o "irriga­ción" del sedicente desierto: habla de su conquista. Ahora bien: ¿por qué, contra quién, habría que conquistar un espacio que se presupone desierto? El fallido, se ve, es la contracara del éxito de un programa cugenético, de esos que la modernidad foucaultiana llama de biopoder. "Una Nación para el desierto argentino" -título estupendo, también por su discreto sarcas­mo, de Halperin Donghi- es una expresión que condensa adecuadamen­te la sustancia de ese programa.
Queda sobreentendido que todo esto no quita que, antes de la emer­gencia de los dos así llamados grandes movimientos históricos del siglo XX, el proyecto de la generación del 80 -personalizando: del mismo ge­neral conquistador de espacios vacíos- es el único proyecto "nacional" digno de ese nombre, como agudamente lo señaló en su momento el sos­pechado (no sin algunas razones) y menospreciado (a menudo por malas razones) Jorge Abelardo Ramos [3]. Por supuesto que semejante proyecto "nacional" es, inmediatamente, un proyecto de clase, y ciertamente no de la clase que uno hubiera preferido que estuviera a su cabeza (y que, por otra parte, aún no existía como tal). Por supuesto también, y por lo tanto, la Nación trasplantada sobre el Desierto argentino va de arriba hacia aba­jo, del Estado a una sociedad que es en buena medida su producto, y no al revés como en la "vía clásica" europea de la que hablaba Marx. Y otro tan­to puede decirse de la propia población, también apresuradamente im­plantada, desde su origen "exótico", sobre el desierto, con su lengua, sus tradiciones, su cultura, sus raíces sociales y sus ideas políticas igualmente provenientes de otra historia.
Alguna cuota de "ficcionalidad" hay, pues, también en ese origen: al menos, la que viene de exacerbar una voluntad férreamente fundacional que todavía, en esos tiempos, podía verosimilizar la fusión de ese proyecto de clase con los intereses "nacionales". Pero a partir de allí, e integrando todos los "fallidos" anteriores, el trastrocamiento histórico está inevitable­mente precipitado en el dislate: un país diseñado como desprendimiento de Europa "en el exilio" pero sin las condiciones históricas, socioeconómi­cas o culturales correspondientes, cuya población -o al menos la parte de ella que las clases dominantes se dignan escuchar a medias- logra sin em­bargo convencerse de que son europeos, o de que lo siguen siendo, y que sólo un accidente irrepetible e insólito (una anticipación de lo que luego será la "excepcionalidad argentina", ya se sabe) los ha hecho naufragar en las costas sudamericanas. Un país así, decimos, no puede menos que cons­tituirse en un experimento casi indefectiblemente condenado al fracaso. Y una vez fracasado el experimento, o los otros que siguieron al del `80, una vez retirados de la escena -se dice- los experimentadores ("sujetos socia­les" de distintas categorías: oligarquías decadentes, burguesías "nacionales" que nunca terminan de constituirse, proletariados viejos que no se in­tegran a la sociedad autóctona, proletariados nuevos que no se despren­den de sus dirigentes corruptos, Estados con una irresistible tendencia a corromperse, militares "patriotas" que desaparecen a decenas de miles, y via dicendo), una vez agotada la imaginería experimental, lo que queda es lo que últimamente -pero siempre apelando a la jerga cientificista dura de larga prosapia en la cultura local- ha dado en llamarse el laboratorio. Es decir: agotadas las experimentaciones "internas", queda el campo orégano para las más audaces aplicaciones de técnicas globalizadas que vengan a sustituir tanto a los precedentes experimentos neocoloniales como a los moderadamente "nacionales" que supimos ¿diremos la palabra? conquis­tar. ¿Y cómo extrañarse, si ya partimos de un laboratorio al que llamábamos "desierto"?
No es este el lugar -ni tenemos nosotros la competencia- para caracte­rizar apropiadamente el actual punto de llegada (que para los esperanza­dos es un nuevo punto de partida) de ese desordenado tránsito histórico. Pero sea como sea, convengamos que en las condiciones presentes es muy difícil para los "sujetos sociales" construir(se) una más o menos sólida re­presentación, simbólica y política, tanto de su "identidad" (de su para-si, si se quiere insistir en los lenguajes clásicos) como de las instituciones, pro­yectos, formas de organización o estructuras que pudieran alentar tina re­construcción -incluso, como también se dice con insistencia, una re-funda­ción- del lugar que puede tener la nación y la sociedad argentina. Y sin embargo, algo nos dice que hay que empezar a hacerlo: al "cuando no se puede hablar, es mejor callar" de Wittgenstein, es el momento de oponer­le el "no hay mucho que decir, pero hay que seguir hablando" de Beckett. Tómese todo lo anterior, por ende, a modo de un apresurado y taquigrá­fico marco referencial para tartamudear el borrador de algunas hipótesis sobre el problemático concepto de representación.

1

En la Argentina de los últimos tiempos (aunque no sólo en ella, desde luego) se ha transformado en un lugar común periodístico y de la opi­nión pública -no digamos ya de las ciencias sociales- el diagnóstico que certifica lo que suele llamarse una profunda crisis de representación del siste­ma político. Sin duda es una caracterización descriptivamente acertada. Lo que no resulta tan fácil es encontrar explicaciones plenamente satis­factorias, estando como estamos en buena medida atravesados por un al­to grado de desconcierto, casi de estupor. No es por supuesto que la di­rección general de la crisis no fuera más o menos previsible desde hace ya un tiempo considerable. Pero los rasgos precisos de la misma sorprendieron aun a los más avisados. Se ha terminado vulgarizando la idea de que se trata de una crisis completamente "inédita", para la cual no contamos, por lo tanto, con parámetros, conceptos o categorías históricas que permi­tan construir aunque fuera un "marco teórico" global de referencia. Qui­zá sea así. O quizá sea (al menos en parte) otra muestra de la ya mencio­nada inclinación argentina por imaginarnos a nuestro país como excepcional, para lo bueno tanto como para lo malo. Con toda seguridad, es un avatar más de las ideologías "post"que han certificado el deceso de cualquier relato, grande o mediano, que pretenda recurrir a categorías teóricas históricas para analizar la historia. Pero, a decir verdad, parecería más bien que tenemos, por el momento, el dudoso privilegio de fungir como emergentes de una crisis subterránea, más de fondo, que está empezando a salir a la superficie en una serie de erupciones cataclísmicas. En este momento la erupción pasa por la Argentina, o mejor, por el Río de la Plata; mañana, quién sabe.
Sea como sea, debería ser obvio que se trata de una crisis "sistémica" in­tegral, estructural, del modelo de acumulación capitalista en su fase actual, y que alcanza al entero conjunto de los niveles (económico, social, cultu­ral, y por supuesto político) de reproducción del propio sistema: la "crisis de representación" es un síntoma, y no la enfermedad. Por qué dicho sínto­ma se manifiesta, en este momento, con particular agudeza en la Argenti­na, es un problema de una enorme complejidad que no podríamos desa­rrollar aquí: tiene que ver con el modo particular de inserción de nuestro país en la así llamada "globalización" en los últimos años; tiene que ver con nuestra historia política (principalmente en las últimas dos o tres dé­cadas, pero también con la "larga duración", al menos desde 1930); tiene que ver con las perversiones externas e internas a que fue sometido nues­tro desarrollo económico; tiene que ver con las peculiaridades de la estruc­tura de clases sociales en un país que está lejos de ser representativo, en ese sentido, de la generalidad de las sociedades latinoamericanas (para no mencionar las del "Tercer Mundo"); tiene que ver con formas culturales específicas; tiene que ver con la debilidad constitutiva de nuestro sistema político en general y de nuestra "democracia" en particular, incluyendo ese estilo de "democracia" readecuado a los férreos condicionamientos plan­teados por la etapa posdictadura. Tiene que ver, como insinuábamos en nuestro prólogo, con la histórica implantación artificiosa de instituciones, teorías, marcos valorativos, etcétera, que tuvieron su razón de ser -al me­nos para las clases dominantes- en el desarrollo clásico del capitalismo eu­ropeo. Es decir: desde ya que hay causas singulares y "excepcionales", con alto nivel de especificidad. Pero somos parte de Latinoamérica, de la "peri­feria" dependiente, del mundo "poscolonial", o como quiera llamárselo. Ningún particularismo, por extraño y singular que parezca, es comprensi­ble sin analizar su vínculo de tensión con la totalidad. Y, en primer término para los propósitos de este artículo, con la "totalidad" conceptual, teórica, que permite pensar ese vínculo.
Tenemos pues la impresión, para empezar, de que en la cuestión hoy tan debatida de la así llamada "crisis de representatividad" del sistema po­lítico, se suele incurrir en la frecuente falacia lógica -cuando no en la no menos frecuente operación ideológica- de confundir el efecto con la causa. Es decir: se centra casi exclusivamente la discusión en la crisis de los "represen­tantes", y muchísimo menos en lo que podríamos sospechar como crisis de los "representados". Es raro, incluso, que ni siquiera aparezca la pregunta sobre quiénes son esos "representados" -o mejor, esos potenciales "representa­bles"-, esos colectivos sociales que el sistema político dominante habría dejado de representar. La pregunta podría todavía ir más lejos, o empezar antes. Por ejemplo: ¿es que el sistema político ha representado realmente, alguna vez, a todos los "representables"? Y de no ser así, ¿por qué enton­ces hablar de "crisis"? La pregunta también podría formularse de otra ma­nera: ¿si nunca hubo realmente representación auténtica de la totalidad, la famosa "crisis" no consistirá en el hecho de que repentinamente ha quedado al desnudo -lo cual no necesariamente significa que haya una plena conciencia de ello- ese vacío constitutivo de representación? ¿Se tra­ta quizá de una crisis de "hegemonía", para reiterar una remanida fórmu­la gramsciana, en el sentido de que es la creencia misma en el valor de la "representación" como tal lo que ha sufrido un colapso más o menos de­finitivo? En cuyo caso nos encontraríamos, claro está, ante una crisis pro­fundamente cultural, en el sentido más amplio y totalizador posible.
De más está decir que esta hipótesis no intenta minimizar en absoluto la especificidad política, en sentido estrecho, de la cuestión, ni el hecho de que por supuesto estamos ante una crisis aguda (algunos afirman que "terminal") de legitimidad de los representantes. Pero el análisis de una crisis de representación no puede reducirse a la evaluación puramente for­mal de las "fallas" del sistema político institucionalizado, sino que debería encarar ciertos interrogantes críticos sobre los aspectos estructurales -so­cioeconómicos, político-ideológicos, incluso simbólico-culturales- que constituyen, por así decirlo, la base material de la deslegitimación de las "formas". Y a nuestro juicio debería empezar por poner en cuestión, aun­que fuera de manera muy hipotética y provisoria, el concepto mismo de "representación", al menos en sus connotaciones más directamente liga­das a nuestro problema.

2

Es difícil, en efecto, olvidar que el ambiguo interés del término "repre­sentación" es que no alude solamente a la esfera de lo político, sino a la de lo simbólico en general: es el sujeto humano como tal el que se vincula (o no) al mundo por medio de representaciones (lingüísticas, visuales, au­ditivas, estéticas, subjetivas, o lo que fuese). Hay por ejemplo ya muchos análisis críticos de lo que se ha dado en llamar la "posmodernidad", análi­sis que exploran esta analogía entre representación política y representa­ción simbólica, en torno a la "desrealización" o "desmaterialización" del universo de lo político-social a través de una dimensión puramente "representacional" o "virtual" de dicho universo, promovida por las nuevas formas y medios de comunicación y sus efectos de sustitución de lo real por distintos tipos de imaginarios "representacionales". Es un efecto de sustitución que alcanza y domina incluso a la "última instancia" de lo eco­nómico, en la que la especulación financiera, como forma hegemónica de ganancia y acumulación en el capitalismo tardío, ha terminado por desmaterialización al modo de producción (lo cual desde luego no deja de tener efectos bien materiales sobre la vida -y la muerte- de las sociedades) [4]. Pe­ro no quisiéramos embarcarnos ahora en esa discusión completísima. Nos interesa, por el momento, volver a la pregunta sobre quiénes son esos "re­presentables" que ya no están (o, al menos, ya no se sienten) representa­dos por el sistema político hegemónico.
Consideremos algunas de las denominaciones conceptuales que en la historia del pensamiento histórico, sociológico, antropológico y/o políti­co moderno han recibido los colectivos humanos que conforman lo que se llama una "sociedad" o un socius, teniendo en cuenta que desde luego la utilización preferencial de una u otra de esas categorías no es nunca ca­sual ni ingenua, sino que responde a orientaciones teórico-ideológicas o filosófico-políticas a veces perfectamente identificables. Se diría que al menos deberíamos tener en cuenta las siguientes:
La clase, ya sea en un sentido más o menos marxista, que designa el lu­gar que los sujetos ocupan en la estructura de propiedad de los medios de producción -con su debatible distinción interna entre el "en sí" y el "para sí", distinción que ya implica un pasaje del registro económico al simbóli­co-cultural y subjetivo-, ya sea en un sentido más o menos weberiano, que alude más bien al lugar que ocupan en un sistema de circulación y distri­bución de los bienes, con sus consecuencias para cosas como el status y el "prestigio". Para nuestros fines inmediatos, no es necesario ir más allá en el análisis de las diferencias (decisivas) entre considerar que el espacio de la conformación de clases sociales es el de las relaciones de producción o el de las relaciones de mercado. Pero, por supuesto, no podemos olvidar que la primera de estas opciones -que es, obviamente, la de Marx- está estre­chamente vinculada, a través de la hipótesis del fetichismo de la mercan­cía, a la identificación de la matriz ideológica y "representacional" par ex­cellence del capitalismo moderno, matriz aún vigente a pesar de las profundas transformaciones que dicho capitalismo ha sufrido en su histo­ria reciente. Y que tiene, a su vez, también profundas repercusiones en el ámbito de lo político, ya que el modelo del "equivalente general" de las mercancías expresado en la abstracción del dinero (y por ende del capital financiero, hoy dominante) es trasladable al modelo del "equivalente ge­neral" de los sujetos políticos, expresado en la noción de "ciudadanía uni­versal", que pasa por encima de las diferencias cualitativas de clase para articularse en la abstracción de la democracia "representativa".
El pueblo y/o el pueblo-nación, un concepto entendido con un sesgo ét­nico-cultural en el romanticismo alemán, y paralelamente traducido en términos estrictamente jurídico-políticos por la Revolución Francesa, pa­ra dar lugar a la ya señalada idea de "ciudadanía universal" (entendiendo por universal la ciudadanía de un Estado-Nación particular, pero también y al mismo tiempo conformando un "ideal" del Estado moderno "bur­gués" como tal), hasta llegar a las posiciones usualmente llamadas "nacio­nal-populistas" del siglo XX. Va de suyo que categorías como las de pueblo y nación son engañosas cuando: a) se hacen confluir aquéllas vertientes ét­nico-culturales y jurídico-políticas, dado que ellas implican operaciones de "identificación" -en el sentido amplio de construcción de lo que suele llamarse identidades colectivas más o menos imaginarias- completamente diferentes; b) cuando se las toma en su abstracción deshistorizada, pasan­do un rasero sobre las asimismo profundas diferencias en la conforma­ción nacional-estatal de las sociedades llamadas "centrales" en compara­ción con las "periféricas" o "poscoloniales". Ello para no mencionar la nueva problematicidad de estas categorías en estos tiempos de marcha forzada de la mundialización del capital, como atinadamente traduce Samir Amin el aparentemente más anodino vocablo "globalización".[5]
La sociedad civil, un concepto tributario de la moderna tradición políti­ca liberal, cuya premisa es la de una estricta diferenciación entre la esfera de lo político (normalmente identificada con el espacio de lo estatal en sentido amplio) y la esfera de lo social. En las últimas décadas, la reivindi­cación de una creciente autonomía de la "sociedad civil" respecto de lo po­lítico-estatal se constituyó en una reiterada (y con frecuencia combativa, no es cuestión de negarlo)) bandera de las sociedades sometidas a diferen­tes tipos de despotismo estatal, desde las dictaduras latinoamericanas has­ta, por ejemplo, los regímenes "burocrático-autoritarios" del Este europeo. Paradójicamente, esta "emblematización" de la sociedad civil como espacio de libertad y creatividad colectivas ha terminado, en buena medi­da, vaciando de verdadero contenido político contestatario al concepto, y acercándolo peligrosamente a las posiciones ideológicas neoliberales, que por supuesto hacen de ella una categoría abstracta y escasamente deter­minada, desconectada de su función histórica precisa.[6] Es cierto que hay una concepción alternativa de la sociedad civil que logra sortear esta trampa: la de Antonio Gramsci, con su postulación de la importancia de la construcción de una contrahegemonía a partir del "sentido común" de una sociedad civil no entendida como bloque homogéneo y abstracto, si­no como campo de batalla atravesado por el conflicto de clases. Pero en ge­neral, en la literatura politológica al uso, es aquélla otra idea de la socie­dad civil la que ha prevalecido.
La serie, una categoría acuñada con intención crítica por Sartre [7] para designar al mero agregado de individuos aislados que pueden tener un objetivo común pero no cooperativo ni solidario (como en su famoso ejem­plo de la cola del ómnibus, hoy y aquí fácilmente trasladable a la del caje­ro automático), pero que puede perfectamente describir también la imagen de sociedad del individualismo liberal; y ciertamente describe, por extensión, tanto las relaciones del ciudadano/a común con la experiencia de lo político -experiencia que se reduce normalmente a la "serialización" del voto individual y solitario en el cuarto oscuro- como con el modo de recepción igualmente "serializado" -en la soledad del dormitorio, el escri­torio o el living- respecto de los medios de comunicación masiva e informática. Es, claro, una "serialidad" desde la cual -siempre siguiendo el aná­lisis sartreano- se puede pasar, en la medida en que los acontecimientos históricos así lo impongan, al grupo-en-fusión, ese colectivo aún amorfo e inestable pero que ya ha empezado a definir relaciones de Gemeinscha/l y no de mera Gesellschaft (según la célebre dicotomía de Tönnies).
La masa, que por ejemplo en la definición del Freud de la Psicología de las masas (y que puede encontrarse con sentido más restrictivo también en Weber) se articula alrededor de un doble proceso de identificación libidinal de sus miembros entre sí (identificación "horizontal"), y de todos ellos con el líder, real o abstracto (identificación "vertical") y donde lo que prevalece no es tanto el objetivo común como el propio "goce" en la identificación en sí misma [8]. Con frecuencia el término es utilizado -especialmente desde posturas liberales de derecha, elitistas, conservadoras o reaccionarias- con un sentido peyorativo que opone dicha identificación masiva a la supuesta libertad y autonomía del individuo serial: un caso particularmente complejo lo encontramos en las postulaciones orteguia­nas de La rebelión de las Masas [9], por ejemplo; pero hay quien cree recono­cer una versión de izquierda en textos como el de "La industria cultural" de Adorno y Horkheimer [10], por supuesto desprovista de toda defensa del individualismo o la serialidad. La masa ha sido entendida también, en las postulaciones liberales, como el colectivo sobre el cual se apoyan los "to­talitarismos" de cualquier signo como conjunto social irreflexivo y ciega­mente obediente a los designios del líder carismático, el Partido, el Esta­do, o todo eso junto.
La horda, una categoría de cuño más o menos darwiniano pero com­plejizado asimismo por el Freud de Tótem y Tabú [11], donde puede tomárse­la por una variante de la "masa", sólo que el lugar de la identificación ver­tical con el líder es ocupado por la rivalidad, el odio o la agresión más violenta y extrema contra él, que en el famoso mito de la "horda primiti­va" culmina en el asesinato) del Jefe 0) "Padre Terrible", que muy bien po­dría ser un sustituto simbólico) del Estado o la Autoridad en general. En otros lenguajes -por ejemplo, el de Elías Canetti en su Masa y Poder- pue­de ser llamada la jauría o la mula [12] . Es interesante tener en cuenta, en es­te caso, que la construcción mítica freudiana en verdad sirve, por una par­te, para explicar el origen de las religiones institucionales -pues luego de cometido el criaren, la comunidad .recuerda periódicamente el hecho ce­lebrando el "banquete totémico" en el que se ingiere simbólicamente el cuerpo del asesinado, dando así lugar al ritual religioso (la analogía con la comunión cristiana es aquí flagrante)-, como puede explicar asimismo) el propio ornen del Estado y de la Ley -pues lo que Freud llama la "culpa retroactiva" por el asesinato) motiva a los asesinos a obedecer los mandatos del Padre Terrible por propia voluntad, "internalización" o subjetivación de la Ley que queda a su vez simbolizada por la ingesta de su cuerpo-. Hay, pues, varias conclusiones a extraer del mito, que sólo podemos pre­sentar telegráficamente: a) una solidaridad de origen entre la Religión, el Estado y la Ley; b) "solidaridad" que es también la de los miembros de una "horda" violenta, cuyo gesto de violencia funda, en verdad, el Estado y la Ley (y la religión) por su propio acto de destrucción; c) hay una aparente paradoja por la cual la transgresión -el asesinato del padre- guarda una anterioridad lógica con respecto a la implantación e "internalización" de la Ley; d) Freud expresa dramáticamente la cuestión en su famoso dic­tum según el cual en el origen de toda cultura hay un crimen cometido en común; e) Benjamin, por su parte, recoge esta idea en su concepción de una violencia colectiva. que es fundadora de juridicidad (coincidiendo, por lo tanto, con Freud en su hipótesis de la anterioridad lógica de la transgresión) [13].
Finalmente, la categoría más de moda en los últimos tiempos, la multi­tud (tal como la entienden Toni Negri o Paolo Virno a partir de Spinoza), que designa aproximadamente un colectivo en el que pueden articularse las tensiones entre la unidad y la multiplicidad, la identidad y la diferencia, lo Mismo y lo Otro, etcétera, de tal modo que la multitud ocupa una posi­ción conceptual distinta tanto a la "masa" -que es pura unidad- como a la "serie" -que es pura individualidad-, tanto a la "horda" -que es puro odio y agresión- como a la "clase" -que es puro lugar en la estructura-. Permítasenos agregar aquí que lo que Negri llama potencia constituyente de la mul­titud -es decir, ese permanente potencial de impulsos re-fundacionales de la sociedad, en su constante conflicto subterráneo con el poder constituido- re- ' cuerda significativamente a las hipótesis de Freud y Benjamm que acaba­mos de revisar. Aunque también es cierto, dicho sea entre paréntesis, que últimamente la trivialización mediática del término "multitud" comienza a volverlo sospechoso) de ir transformándose en un sinónimo "progre" de co­sas como la "gente" grondoniana, para no mencionar a la ya olvidada "do­ña Rosa" neustadtiana. Es decir; en una indeterminación genérica, vacía de contenido político y ciertamente de toda potencia constituyente.
Está claro que, con la obvia excepción de la primera (la clase), todas estas categorías son "policlasistas" y aluden a colectivos con diferentes gra­dos de estructuración, durabilidad, contingencia y permanencia histórica, social o política. Pero habiéndolas identificado aunque fuera descriptiva­mente, dejémoslas por un momento en "barbecho", como se dice, y retomemos la cuestión de la representación, jugando con ese doble sentido, po­lítico y simbólico, al que nos referíamos.

3

Para ello es necesario hacer un breve rodeo histórico. Carlo Ginzburg, retomando a su vez ciertas ideas de Ernst Kantorowicz en su fumoso estudio sobre Los Dos Cuerpos del Rey" [14], explica que en la Edad Media europea el tér­mino representatio empezó por designar a las efigies escultóricas, normal­mente hechas de madera, que acompañaban en la procesión fúnebre al fé­retro del rey muerto. En tanto se desconocían las modernas técnicas de conservación del cadáver, el cuerpo del ilustre fallecido era por supuesto es­trictamente inmostrable: su estado putrefacto y repugnante hubiera produci­do un efecto visual de extrema decadencia del Poder real; o habría que decir, quizá, de decadencia de lo real del Poder; transformado en una pulpa infor­me y asquerosa, indigna de respeto y veneración. La representatio, entonces, en tanto representación simbólica incorruptible del Rey, al mismo tiempo sustituye y es el cuerpo del Poder. Y lo hace con toda la ambigüedad del des­plazamiento llamado "metonímico", en el cual la imagen "re-presentante" hace presente al objeto "representado" precisamente por su propia ausencia, en el sentido de que esta ausencia de lo "representado" -o su estricta "in­mostrabilidad", su obscenidad- es la propia condición de existencia del "re­presentante". Lo que conecta al representante con lo representado es pues una infinita lejanía entre ambos, es la percepción de dos mundos que nun­ca podrían coexistir en el mismo espacio, y cuya relación consiste precisa­mente en esa diferencia radical. Hay aquí una coincidencia, que no) pode­mos dejar de señalar de paso, con otra famosa noción benjaminiana: la del aura de la obra de arte clásica, cuya "idealización" (que Benjamin compara con el estado de enamoramiento) implica asimismo esa aporética experien­cia de una estrecha identificación y una inmensa distancia simultáneas [15].
Pero imagmemos por un momento un nada improbable accidente, merced al cual, en medio de la procesión, el féretro conteniendo el cuer­po "real", material, del soberano, cayera al suelo y se rompiera, exhibien­do ese cuerpo corrupto y obsceno. ¿No sucedería entonces que la propia eficacia metonímica de la operación de representatio, que había permitido trasladar los emblemas de la realeza y la realidad del Poder a la efigie, aho­ra transferiría hacia la propia efigie, hacia la propia representatio, toda esa contaminante corrupción y obscenidad? Es esa restauración de la cercanía, ese retorno de lo real forcluído por la representación lo que resultaría en­tonces insoportable y odioso, ya que la anulación de aquélla distancia idealizada pondría de manifiesto el "engaño" previo sobre la incorruptibi­lidad del Poder. Y tal vez sea esto lo) que está en el fondo de esa reiterada conducta iconoclasta de toda revolución o rebelión contra el Poder, con­sistente en destruir las efigies, derribar las estatuas, incendiar los edificios o acuchillar los retratos de quienes han "representado" al Poder.
En fin, prosigamos con nuestra alegoría. Otro gran historiador del ar­te de la escuela iconológica, Erwin Panofsky [16], nos instruye sobre un cam­bio importante en los propios criterios de representación estética, que se produce en el pasaje de la Edad Media al Renacimiento. Mientras la re­presentación medieval, como acabamos de verlo, mantiene simultánea­mente una identificación y una distancia con el objeto representado -la efi­gie es inmediatamente el cuerpo, pero al mismo tiempo su existencia y su valor emblemático depende de que el cuerpo se mantenga ausente, "fuera de la escena" (recordemos que esta última expresión traduce etimológica­mente el vocablo obsceno, que alude al acto de mostrar lo que debería ha­ber permanecido fuera de la vista)-, el arte. renacentista -con su descubri­miento de la perspectiva, con su impulso mimético y realista- se apropia del objeto: su pretensión de última instancia es la .fusión de la representa­ción con lo representado, conservando la identificación pero eliminando, ilusoriamente, la distancia. Hay aquí también, sin duda, una "obsceni­dad", pero que se encuentra, por así decir, legalizada: el cambio de época ha comenzado ya a producir su propia distancia entre el sujeto y la natura­leza; separación que, entre otras cosas, hará posible a la ciencia moderna, pero también a una actitud puramente contemplativa frente al arte y a las representaciones, mientras en la Edad Media las representaciones -tanto las religiosas como las políticas- firman parte de una experiencia relativa­mente cotidiana, de un "paisaje" social indiferenciado y todavía descono­cedor de lo que Weber llamaría la "autonomización de las esferas" propia de la modernidad [17]. Este cambio queda evidenciado de forma patente en la utilización de la perspectiva en los retratos a partir del Renacimiento, por la cual ahora el individuo (esa nueva categoría de la era protoburguesa) es mostrado en un "primer plano" -es decir, en una posición dominan­te- respecto de su entorno, mientras que en la representación medieval tí­pica, con su carácter igualadoramente "plano" y sin profundidad, el ser humano queda también "aplanado", "sumergido" en el continuum de la imagen. Asimismo, John Berger ha analizado con extraordinaria agudeza cómo la extrema impresión de realidad permitida por la técnica moderna de la pintura al óleo, que hace que los objetos representados aparezcan iluso­riamente como incluso palpables, favorece la ilusión de una coincidencia entre el "representante" y lo representado [18].
Estamos, sin duda, ante una transformación "ideológica" de primera importancia, mediante la cual ahora se trata de disimularla brecha, la di­ferencia irreductible, entre el "representante" y el "representado", que antes se daba por descontada. La representación comienza a partir de aquí a ocupar -nos atreveríamos a decir: a usurpar- el lugar de lo representa­do, con el mismo gesto con el que se instaura el criterio de representa­ción corno presencia de lo real-representado, en tanto el criterio anterior era el de su ausencia. Una "metafísica ([e la presencia" -como ha sido lla­mada- que alcanza a la propia "autorrepresentación" subjetiva a partir de un Yo cartesiano que en efecto aparece corno presente ante sí mismo, fuente "clara y distinta" de todo conocimiento, transparencia y posibili­dad, y cuyo desmentido recién llegará -aunque sin registrar repercusiones decisivas en las teorías políticas y sociales hegemónicas- con la famosa ter­cera "herida narcisista" infligida por Sigmund Freud a una humanidad (occidental) que previsiblemente nada querrá saber con ello.
Y todo esto sin mencionar, desde un punto de vista sociohistórico "ma­cro", el ocultamiento -mediante la abusiva "presencia" representacional de un Occidente que a partir de la modernidad se erige como cultura universal del lugar fundante pero "forcluído" que los "Otros" ausentes (para empezar, el mundo colonizado entero) tiene en la propia autoima­gen de ese Occidente dominante. Baste para nuestros propósitos mencio­nar, al pasar, que la modernidad "filosófica" se hace empezar, en los ma­nuales al uso, precisamente en el siglo XVI, con ese sujeto cartesiano monádico, encerrado en su propia transparencia y en su propia presencia ante sí mismo, que será el "núcleo" durante siglos de toda teoría de la re­presentación, tanto simbólica como estética y política. Muy diferente sería tal representación si aquélla historia filosófica de la modernidad -incluso la occidental- se hiciera empezar un siglo y medio antes: por ejemplo, con la conquista de América y los debates entre Bartolomé de las Casas, Francisco Vitoria y muchos otros sobre el estatuto de "humanidad" de esos Otros súbitamente incorporados a (o "violados" por) la modernidad europea. O un siglo y medio después, con las primeras luchas anticolonia­les o con la emergencia de la lucha de clases en su forma estrictamente moderna. Ya no tendríamos allí entonces esa representación cartesiana que funda la subjetividad moderna sobre el solipsismo autoengendrado del sujeto monádico -y que se traslada fácilmente al mito de autoengen­dramiento de los Estados y naciones de la Europa moderna-, sino una representación estrictamente dialógica (para decirlo con el célebre con­cepto de Bakhtin) [19], atravesada por el conflicto permanente e inestable implícito en el "diálogo" de los sujetos colectivos y las culturas: una repre­sentación que, mutatis mutandis y paradójicamente, estaría mucho más cerca de la representación freudiana (y, a su manera, marxiana) de la subjetividad moderna, que de la pacífica autorreflexividad y autorreferencialidad (por no decir "autoeroticidad") del Yo cartesiano -o, al menos, de la vulgata ideológicamente interesada que del Yo cartesiano se ha terminado imponiendo.
Transformación ideológica, decíamos. Y también, claro está, política. Puesto que es imposible olvidar que esta misma época que instituye a la representación con su pretendidamente pleno valor de realidad, es la épo­ca de constitución del Estado Moderno (occidental, capitalista y burgués), que -una vez cumplida su etapa de transición con mayor o menor grado de absolutismo- consagra la forma de gobierno llamada "representativa", y el sistema político correspondiente. Es también imposible, entonces, sustraerse a la tentación de la analogía: "constitutivamente", como se sue­le decir, el sistema representativo produce el efecto imaginario de suprimir la diferencia representante/representado, diferencia "objetiva" sm la cual, paradójicamente, el propio concepto de "representación" carece absoluta­mente de sentido. Pero es que esa es, justamente, la eficacia del Mito: de esa "máquina de eliminar la Historia", como la llama Lévi-Strauss, que permite "resolver", en el plano de lo imaginario, los conflictos que no se pueden resolver en el plano de lo real. ¿Y será ocioso recordar que, para el mismo Lévi-Strauss, la máquina mítica por excelencia, en la sociedad occidental moderna, es la ideología política?" [20].
Y en efecto, la teoría del moderno sistema representativo conlleva esa implícita autocontradicción, al mismo tiempo que condensa el vínculo entre las dos grandes acepciones del término) "representación". Paul De Man, por ejemplo, ha analizado sutilmente lo que podríamos llamar la metáfora lingüística en el Contrato Social de Rousseau (el lenguaje es, por supuesto, el sistema de representación simbólica por excelencia), para examinar la discrepancia entre el lenguaje de la Ley entendido como gramática, y el lenguaje de la acción política entendido como referencia o intención: "La relación problemática entre la generalidad de la Ley, del sistema, de la gramática, y su particularidad de aplicación, acontecimiento o referencia, es la estructura textual que presenta Rousseau en la relación entre la voluntad general y el individuo particular, o entre el Estado como sistema y la soberanía como principio activo"[21]. En la jerga técnica de las pragmáticas del discurso, se trata de la relación aporética, estrictamente imposible, entre la función constativa y la peformativa, entre las cuales se levanta un hiato irreductible, que en este caso conduce a la famosa (y re­tórica) pregunta de Rousseau acerca de "si el cuerpo político posee algún órgano con el cual enunciar la voluntad del pueblo". No hace falta recordar que la respuesta del ginebrino es negativa: la voluntad general -ex­presada no sólo en el discurso, sino sobre todo en la acción, en la praxis ­es estricta y constitutivamente irrepresentable. No obstante lo cual, el Estado "burgués" requiere, para su funcionamiento, que se haga como si ella fue­ra perfectamente representable, como si no existiera aquélla distancia irre­ductible: requiere la generación y aplicación consensuada de ese Mito que elimina la contradicción en el plano imaginario.
Y no hay duda de que, en determinadas condiciones justamente históri­cas, la máquina mítica funciona, tal vez durante siglos. Por otra parte, ¿có­mo se podría negar el inmenso) "progreso" que significó, en la historia política y social de occidente, la institucionalización del sistema represen­tativo? Las ventajas de ese electo imagmario de supresión de la diferencia representante/representado, o de identificación entre el constativo y el performativo -cuya "base material", como ya hemos adelantado, es el pa­ralelo entre la abstracción del "equivalente general" de las mercancías y el "equivalente general" de la ciudadanía universal, según lo postulaba Marx-, esas ventajas son indudables. Pero no necesariamente eternas: po­dría llegar el momento en que una dialéctica negativa [22], inherente a la pro­pia lógica de las transformaciones del sistema, corrompiera la eficacia de ese efecto imaginario, y pusiera de manifiesto el carácter estructuralmente imposible de la noción. moderna de representación, al menos en su versión dominante de sustitución o equivalencia entre representante y representa­do, sacando a la luz esa distancia insalvable, esa diferencia irreductible en­tre los dos términos de la ecuación, que la Edad Media -o el modo de pro­ducción feudal, si se lo quiere llamar así- ni siquiera se planteaba como problema, puesto que la representatio no hacía más que confirmar y refor­zar sin disimulos la diferencia inconmensurable, sin equivalencia posible ni imaginable, entre el dominante y el dominado, entre el amo y el siervo, entre el Poder y el no-poder. Es sólo en la Edad Moderna -o en el modo de producción "burgués", si se lo quiere llamar así- que puede desnudar­se el conflicto de las "equivalencias generales", dado que sólo en el seno de ese modo de producción se puede hacer entrar en crisis lo que él mis­mo ha generado. Es sólo en él que podría seceder, por ejemplo, que la pérdida o la corrupción simbólica del "equivalente general" licuado por los múltiples corralitos arrastrara una paralela pérdida y corrupción sim­bólica del "equivalente general" del sistema representativo, instalando nuevamente la percepción de aquélla distancia infinita, de aquélla diferen­cia insorteable, entre lo representante y lo representado.

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Todo lo cual nos retrotrae a nuestra pregunta inicial: ¿qué, o más bien quiénes, qué conjunto social de la realidad, cuál o cuáles de esos colectivos constitutivos del argentino socios, son los "representables" respecto de los cuales la representación habría entrado en una crisis (lile muchos juzgan terminal?
Parece bastante obvio -si nos atenemos a la muy esquemática descrip­ción de los conceptos que designan a esos colectivos, tal como la hemos hecho hace unos momentos- que algunos de ellos son casi por definición impresentables, aún imaginariamente: por ejemplo, la "multitud" (en electo, ¿qué sistema basado en la equivalencia general podría representar simultáneamente lo Uno y lo Múltiple?), o la "masa" (¿qué sistema podría repre­sentar esa identificación libidinal, gozosa y sin mediaciones?), o la "serie" (¿qué sistema de "ciudadanía universal" podría admitir estar representan­do uno por uno a los miembros discretos, aislados y monádicos de ese con­junto?), o el "grupo en fusión" (¿qué sistema podría representar una vo­luntad colectiva en proceso de formación y que aún no ha definido claramente su identidad ni sus objetivos?), o la "horda" (¿qué sistema que se pretendiera depositario de alguna especie de "orden" institucionalizado podría o querría representar explícitamente la violencia "criminal" e inor­gánica contra la Autoridad, ni mucho menos la violencia generadora de una juridicidad futura y contraria, o por lo menos diferente, a la actual?).
Eso nos deja con las otras categorías que habíamos creído poder iden­tificar: la "clase", el "pueblo", la "nación", la "sociedad civil", que a lo lar­go de la historia moderna, y en distintos grados combinatorios o preferen­ciales según los posicionamientos teórico-ideológicos, aparecen como los colectivos estrictamente representables por los imaginarios políticos de la modernidad. Por Supuesto que cada uno de ellos está sometido a un in­terminable debate sobre su pertinencia. Se dirá, por ejemplo, que hoy en día ya ningún segmento del sistema político, ningún partido o movimien­to, puede aspirar a representar a una sola clase, como pudieron verosímilmente aspirar a hacerlo en el pasado los partidos de cuño socialdemócra­ta, o de cuño más o menos bolchevique, con todas sus respectivas variantes y diferencias. O se dirá que la aspiración a representar al "pue­blo" o a la "nación" en su conjunto es el disfraz ideológico de una clase • dominante cuya eficacia hegemónica consiste precisamente en disolver la esencia de sus intereses particulares de clase en la apariencia del interés "general" del pueblo o la nación. O se dirá que el concepto un tanto amorfo y difuso de "sociedad civil" pasa por alto las profundas diferencias, desigualdades y conflictos de intereses (de clase, de status, de género, de identidades étnico-culturales, de posicionamientos políticos, etcétera) que atraviesan a una "sociedad civil". Son todas objeciones más que plausibles. Pero ello no quita que -aunque fuese por descarte- esas categorías siguen siendo las únicas potencialmente "representables" que parecen se­guir ofreciendo una cierta "base material" al imaginario político de la re­presentación.
Sólo que hay un pequeño problema: la "clase", el "pueblo", la "na­ción", la "sociedad civil", no son realidades empíricas inmediatamente per­ceptibles por los sentidos de nadie; no son mafia, para volver a una catego­ría del pensamiento medieval. Todos, en determinadas circunstancias, hemos visto, hemos escuchado y palpado, multitudes, masas, hordas, se­ries, grupos o simplemente individuos. Pero ¿quién ha visto a una clase, un pueblo, una nación o una sociedad caminando por la calle?
Entonces, la insoluble paradoja que esta constatación nos presenta es que si esos colectivos son potencialmente "representables" por el imagina­rio político es justamente porque ellos son ya "representaciones": son categorías puramente conceptuales producto de una abstracción intelectual o hermenéutica operada sobre el caos de lo real. Son productos de una in­terpretación., e una operación que, como lo ha mostrado inmejorablemen­te Foucault en las huellas de Marx, Nietzsche o Freud, no es nunca tuna traducción directa y especular de lo real, sino la interpretación de una inter­pelación previa: es sólo una cierta ideología ("dominante", como solía de­cirse) la que pretende que la interpretación lo es de un objeto original, de una verdad primaria que se revelaría en toda su pureza una vez retirado el velo de la "deformación" hermenéutica. Esta concepción -de origen muy obviamente religioso, o mejor dicho teológico- tiende a ocultar el carác­ter históricamente producido de ciertas "verdades" que han terminado por "naturalizarse" como componentes originarios y eternos de lo real (¿no decía el propio Marx que para la burguesía siempre había habido histo­ria... hasta que se transformó en clase dominante, y entonces su Historia devino Naturaleza?). Por su parte, la idea de una metarepresentación, tal co­mo la estamos examinando aquí, se constituye como una suerte de crítica ideológica de aquélla pretensión de anular la distancia representante/re­presentado.

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Todo lo anterior no es más, pues, que otro testimonio metafórico de una estricta imposibilidad lógica inherente a la pretensión de "re-presentar" lo real, sorteando imaginariamente el conflicto insoluble entre la repre­sentación y la "realidad", así como de una simultánea imposibilidad gnoseo­lógica (e incluso "gramatical") de no hacerlo, si es que aún albergamos esperanzas de construir alguna forma de conocimiento -y de transformación de lo real. Dicho en otras palabras: lo real de la representación es imposible, pero su imaginario es inevitable: en electo, aunque más no fue­ra que por razones técnico-pragmáticas -y para circunscribirnos al mero terreno de lo estrictamente político- sería impensable pretender una sus­titución total de alguna clase de sistema "representativo" (que desde luego no tiene por qué ser el que conocemos actualmente) por la práctica gene­ralizada y cotidiana de la "democracia directa"[23]. Lo cual, claro está, no significa que no puedan -y deban- pensarse formas de articulación o "combinación desigual" de democracia directa (por ejemplo para cuestio­nes de gobierno o gestión local, como instancia de control e interpela­ción de los representantes, o en postulaciones más revolucionarias, como embriones de poder alternativo al existente, etcétera) con formas repre­sentativas renovadas y dinamitadas por el poder constituyente.
Pero tanto si estamos a favor de un sistema de representación constitui­do, como si estamos a favor de un puro real constituyente y no representa­ble" (algo así como una versión posmarxista de la voluntad general de Rousseau), como si estamos a favor de una articulación "desigual y combi­nada" entre ambos, en cualquiera de los casos no podemos ilusionarnos con que haya una identificación, una fusión armónica entre esos térmi­nos. En todos los casos tenemos que hacernos cargo del conflicto o al me­nos de la inestable tensión entre ellos, bajo pena de quedar capturados en la pobreza ideológica de la negación del problema, o en la irrisión políti­ca y filosófica de un esencialismo antidialéctico que anule alguno de los términos para transformar al otro en excluyente, una actitud que suele ser la consecuencia de la negación anterior. Evidentemente, ese "hacernos cargo" tendrá una lógica y un contenido diferentes en los distintos mo­mentos del desarrollo de las relaciones de fuerza en la sociedad, desde el momento por así decir inaugural del proceso de transformación (señaliza­do en nuestra sociedad, según muchos, por las jornadas del 19/20 de di­ciembre ) hasta el momento -que por definición nunca puede ser "termi­nal" ni definitivo- en que este movimiento múltiple haya logrado la homogeneidad de objetivos y acción suficiente como para redefinir en profundidad las relaciones sociales y por lo tanto los colectivos "represen­tables", que entonces no serían sólo "representables", sino también (y fun­damentalmente) "actuantes" con un grado de iniciativa y de autonomía inmensamente mayor al actual.
Por supuesto que, mientras tanto, como decíamos antes, el efecto ilu­sorio, o la negación del problema, pueden funcionar más o menos eficaz­mente durante épocas enteras, hasta que dejan de hacerlo por efecto de lo que se llama una crisis. ¿Crisis de qué cosa, en nuestro razonamiento? justamente, de esos "representables" de los que hablábamos. Pensemos de nuevo en nuestras categorías: si, como se dice a veces -y en virtud de fenómenos nuevos como la "globalización", la diversidad cultural y subje­tiva o las transformaciones económico-tecnológicas que han alterado radi­calmente la estructura social en el capitalismo tardío-, han dejado de ser "representativas", también, esas "representaciones" clásicas (el pueblo, la nación, la clase, la propia sociedad), ¿no es esperable que esa caída de los imaginarios produzca una proliferación aparentemente caótica de los "reales" irrepresentables: las masas, las hordas, las series, las multitudes? Por otra parte, cuando un cambio de época, de formas de dominación, de modelos de acumulación, de criterios de legitimación, de códigos cul­turales, etcétera, destruye la anterior estabilidad simbólica de esos "repre­sentables" (de lo que nuestras grillas clasificatorias identificaban como "clase", "pueblo" o "nación"), es -para regresar a nuestra alegoría origina­ria- como si el féretro de lo real se rompiera, exhibiendo obscenamente el cuerpo putrefacto y corrupto del Poder, dejando nuevamente al desnu­do el conflicto irreductible, trágico, entre la representatio y la materia [24]. Y esto parece ser particularmente dramático en una sociedad como la ar­gentina (y por supuesto en muchas otras de las llamadas "periféricas"), en la que un tardocapitalismo absolutamente salvaje y depredador, instalado originariamente sobre la base de las peores formas de terrorismo político, estatal y militar, y luego profundizado mediante el terrorismo económico-financiero con sus consecuencias de inédita corrupción no sólo de la "cla­se política" sino de las clases dominantes en general, ha terminado por destrozar hasta niveles vividos como irrecuperables la estructura de clases, el sistema de identificaciones nacional-populares, o la energía y creativi­dad de la sociedad civil.
Es natural, bajo esas circunstancias, que durante todo un período --en el que todavía estamos, a pesar de haber alcanzado ya el momento "mau­gural" del nuevo proceso- el hundimiento de aquéllas grillas simbólicas produzca una suerte de angustiado, desordenado o anárquico desbande, en busca de la reconstrucción más o menos inconsciente de categorías que vuelvan a darle sentido a la ausencia de significación, que reconduz­ca el caos a alguna forma de cosmos.
En muchos casos, si las nuevas representatios no emergen con la suficien­te claridad, se buscará un desesperado retorno (en buena medida iluso­rio, claro está) a las antiguas. En verdad, en muchos de los sujetos que han "salido a la calle" en las jornadas de protesta posteriores al 20 de di­ciembre, puede percibirse intermitentemente una voluntad "restauradora", incluso conservadora, de esas representaciones clásicas. Después de todo, por ejemplo, ¿qué está diciendo un desocupado que demanda tra­bajo, sino algo así como "quiero volver a ser un trabajador, un obrero, un proletario"? ¿Qué está diciendo un miembro de la llamada "clase media" que clama por la devolución de sus dineros acorralados, sino algo así co­mo "quiero volver a ser un pequeño propietario, un pequeño burgués con capacidad de ahorro"? ¿(qué está diciendo un hambriento que saquea supermercados, sino "quiero volver a ser un consumidor"? ¿Qué está diciendo cualquiera de ellos cuando procura generar nuevas formas de soli­daridad social en las asambleas, piquetes y demás, sino "quiero volver a pertenecer a un pueblo"? ¿Qué está diciendo el que protesta contra el FMI o la ingerencia de las transnacionales en la economía argentina, sino "quiero volver a pertenecer a una nación soberana"? ¿Qué está diciendo el que siente que el Estado y el sistema político ya no "representan" sus in­tereses y han cortado amarras con cualquier voluntad, aunque fuese iluso­ria, de tener alguna clase de vínculo con los "representados", sino quiero volver a ser una sociedad civil"? En suma: todos ellos están, de alguna manera, diciendo "quiero volver a entrar en alguna de esas grillas, de esas categorías, de esas representaciones en las que sociólogos, politólogos O economistas decían que estaba mi lugar, que conformaba mi propia subje­tividad en relación con una estructura social".
Y por supuesto, están los otros -que frecuentemente son los mismos, en otros momentos del proceso o en otras posiciones subjetivas del mismo momento-: los que frente a la caída o la corrupción de esas representa­ciones optan por incluirse en los realia sociales impresentables: si no pue­den ser "clase", "pueblo", "nación" o simplemente "sociedad", serán "ma­sa", "horda", "multitud", "serie", "grupo en fusión" o lo que puedan. Es decir: cuando los imaginarios pierden su eficacia, los reales más inimagina­bles retornan desde los subsuelos de la materia amorfa e irrepresentable. Está claro que no todos esos "reales" son deseables, ni auguran necesaria­mente una profundización y/o radicalización de la democracia, sea "di­recta" o "representativa": no faltarán los que hagan masa en torno a algún mesías autoritario, o los que se enhordezcan -se hagan horda- al servicio de alguna de las antiguas facciones en pugna, a la pesca en río revuelto. Tam­poco la ambigüedad de la consigna que se vayan todos promete en sí misma una renovación de las lógicas políticas imperantes, ni mucho menos de las lógicas económicas dominantes (que desde luego no son sólo internas a la sociedad que las sufre), ni una renovación milagrosa de los implotados "lazos sociales" y las degradadas instituciones, ni una generación automá­tica de nuevos y originales formatos de representación: en tanto no se pongan en serio y riguroso debate las reglas del juego representacional, no se ve cómo ni por qué los nuevos jugadores -por más jóvenes, virgina­les y honestos que fuesen- liarían algo sustancialmente diferente a los ac­tuales. Y la transformación de esas reglas no es nada sencilla, entre otras cosas porque:
a) requiere una relación de fuerzas (sociales, materiales y simbólicas) cu­ya acumulación en el contexto actual debe hacerse, justamente, a caballo de las reglas e instituciones existentes, actuando en los intersticios de lo que hay para transformarlo de raíz: cuando los contextos epocales -otra vez: no sólo los locales- no autorizan a desplegar una situación de "toma del palacio de invierno", la situación objetiva es la de una permanente (re) negociación de la elasticidad de aquéllas reglas de juego institucionales -de "tironeo" permanente entre el poder constituyente y el constituido-, aun cuando la percepción subjetiva del "que se vayan todos" actúe sobre la creencia de que de la noche a la mañana se producirá una transforma­ción total [25].
b) además, esa transformación de las reglas -por la misma razón de que no se trata de la toma del palacio- no se soporta en la acción de un sujeto colectivo unificado y homogéneo, sino en el desarrollo -nuevamen­te- "desigual y combinado" de una multiplicidad heterogénea de posicio­nes de sujeto diferentes y con frecuencia conflictivas entre sí, en un proce­so desordenado de totalización/destotalización/retotalización (para apelar otra vez a categorías de Sartre), que en cierto molo expresa aquélla igualmente desordenada búsqueda de nuevos formatos de "representa­ción" (en los dos sentidos del término que hemos venido trabajando). Es cierto que también aquí hay diferentes momentos y posiciones en la con­solidación (o no) de estos "nuevos sujetos", que en algunos casos pueden alcanzar el status de movimientos sociales más o menos estabilizados: el de los piqueteros, aún con todos sus conflictos internos, es un caso evidente. Menos evidente, pese a las apariencias, parece ser el caso de las asambleas barriales, con una composición y una agenda de discusión mucho más fluida, que puede cambiar rápidamente de asamblea en asamblea y de se­mana en semana (y que por otra parte han ido mermando sensiblemente en su acción desde diciembre del 2001). ¿Y qué decir de los ahorristas, "caceroleros" y similares? Desde ya, el caso más interesante es el de los "re­cuperadores" de fábricas quebradas: allí está en juego de manera casi in- mediata la sempiterna cuestión de la propiedad privada de los medios de producción, si bien por muy complejas razones se haría mal en ilusionar­se con que a partir de esas islas vaya a generarse automáticamente algún archipiélago más o menos soviético.
A decir verdad, todas estas diferentes formas de "expresión" de la pro­testa parecen chocar, más tarde o más temprano, con el mismo límite: justamente, el de una por ahora insalvable imposibilidad de pasar del regis­tro de la expresión al de la nueva forma de representación. O, lo que es lo mismo, del registro de la resistencia a la vieja política, al de la construcción de una nueva. La dificultad es comprensible, ya que por "nueva forma" hay que entender no sólo algún nuevo sistema de control y vigilancia de los "representantes", o de revocabilidad de los mandatos y demás, sino to­da una nueva lógica de producción -y no meramente de "consumo", por así decir- de los representantes. Pero, salvo recaída en una fetichización de la autonomía absoluta de lo político, esa nueva forma no puede ser conce­bida sin que medien: a) al menos un principio de reconstrucción -o in­cluso de nueva construcción- de los "representables" que van a constituir­se en "base material" del nuevo sistema de representación; b) para lo cual, por otra parte, el proceso de refundación de los lazos sociales "populares" debería profundizarse mucho más de lo que lo está actualmente.
Solamente cumplidas estas condiciones podría, eventualmente, surgir aquélla "nueva lógica" que implicara la emergencia de un nuevo imagina­rio representacional que estuviera, por ejemplo, más cerca de una combinación original entre democracia "directa" y "representativa". Para lo cual, evidentemente, aquél proceso de refundación debería estar tan avanzado que pudiera razonablemente decirse que estamos al menos en alguna clase de transición (sustanciada por una lógica de "doble poder" o algo semejante) hacia otra estructura de relaciones sociales. Las dificulta­des, tanto teóricas como prácticas, son, como se ve, descomunales. Y tan­to más cuanto que ellas se presentan en (y en cierto sentido son el efecto de) un contexto que plantea extrema vigencia en resolverlas. Lo cual im­plica, claro está, un problema político-estratégico de la máxima importan­cia y dramaticidad ya que por supuesto la ausencia de una "representatividad" alternativa a la del sistema político tradicional, autogenerada y democrático-radical, de los sectores oprimidos de la sociedad, no es que le de "aire" a la legitimidad de las representaciones dominantes -que ya están totalmente asfixiadas-, pero sí les da tiempo para replegarse sobre el "núcleo duro" de su poder represivo, alentado, y no disminuido, por su crisis de legitimidad, por la debilitación de su hegemonía, y desde luego por una compleja serie de otros factores, incluidas ciertas novedades de la situación internacional (desde la política del FMI, por ejemplo, hasta las nuevas estrategias político-militares del Imperio post-11 de septiembre).
Sería irresponsable, aquí, olvidar lo que por lo menos desde Maquiave­lo es un principio básico de la política: el Poder tiene horror al vacío. Y la política que no hagamos nosotros, la hará alguien. En este contexto, la gran pregunta que se abre -y que por supuesto no estamos en condicio­nes de responder, aunque sí, quizá, de desplegar algunos de sus interro­gantes críticos- es: ¿cuál es la exacta naturaleza de la situación? ¿estamos tan sólo ante una crisis de "representación" -aunque fuera una crisis muy aguda y generalizada- o ante un completo colapso de la "viabilidad" argen­tina aun como nación "burguesa" más o menos soberana, e incluso como sociedad? ¿estamos -como a veces sugiere cierta izquierda no sin forzado optimismo- ante una situación "revolucionaria" o cuanto menos "prerre­volucionaria"? Tal vez empezar por examinar las implicaciones de esta úl­tima hipótesis permita despejar el camino para replantear la cuestión del "conflicto de las representaciones".

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"Esta es la historia de unos campesinos que, porque no querían cam­biar, hicieron una revolución". Con contundente y provocativa frase, así empieza la famosa biografía de Emiliano Zapata escrita por John Wo­mack[26]. Y, en efecto, ¿cuántas veces en la historia moderna se ha visto que impulsos más o menos inconcientemente "conservadores", "restaurado­res" o "tradicionalistas" conducen a resultados objetivamente revoluciona­rios? Una buena parte de la "plebe" que salió a las calles en julio de 1789 en París o en febrero-octubre de 1917 en San Petersburgo, lo hicieron pa­ra protestar contra la corrupción de sus clases dirigentes, y sintiendo que esa corrupción había significado una decadencia de los valores tradicionales encarnados por el "populismo" aristocrático del monarca absoluto o del "padrecito zar", y exigiendo una restauración o reconstrucción de esos valores. Por supuesto, una vez en la calle y con las armas en la mano, ad­virtieron, por un lado, que ya era demasiado tarde en el reloj de la Histo­ria para pensar en restauraciones anacrónicas; y por otro, que tenían sufi­ciente fuerza, suficiente potencia constituyente (para volver al lenguaje de Spinoza/Negri), como para generar, en su praxis misma, valores nuevos, nuevos e inéditos "formatos de representación" popular (la Asamblea o el Soviet, por ejemplo). Fueron las "vanguardias" de estos movimientos es­pontáneos, ideológicamente ambiguos y aún autocontradictorios (llámen­se, aquéllas vanguardias, jacobinos o bolcheviques, para seguir con nues­tros ejemplos) las que mejor advirtieron -y es por eso, entre otras cosas, que se transformaron en sus direcciones- esta lógica según la cual las "masas" muchas veces retroceden. hacia el pasado, pero al chocarse con la pared de un presente que no cede, se ven obligadas a dar un salto hacia el futuro. Es parte de esta lógica paradojal la que queda expresada, entre muchos otros lugares, en la consistente teoría del "desarrollo desigual y combinado" y su traducción política a la "revolución permanente" de Trotski: cuando las "tareas" superadas por la historia, y por lo tanto ya irrealizables plenamente, son asumidas por una(s) clase(s) distinta(s) a la clase dominante que debía llevarlas a cabo, la lógica del movimiento se transforma radicalmente, y el propio movimiento transforma esas "tareas" y produce objetivos nuevos. Muy a menudo esos objetivos "nuevos" inclu­yen, como acabamos de decir, un componente de ilusorio retorno a algún pasado mítico de "pureza" incontaminada -una era sin corrupción, pon­gamos-, que a veces tiene la suficiente fuerza ideológica como para trans­formarse en dominante (y eso con toda probabilidad precipitará al movi­miento en alguna clase de fundamentalismo), y otras logra ser "reciclado" en una configuración estratégica que avanza hacia un estadio nuevo. Una gran parte de la historia de las rebeliones independentistas y anticolonia­les del Tercer Mundo atestigua la validez de estas "leyes", desde el tradi­cionalismo incaico de Tupac Amaru hasta el redentorismo tribal de mu­chas regiones de África.
Por supuesto, sería absurdo comparar la experiencia argentina con cualquiera de esos casos de radical singularidad. Pero, por otra parte, los procesos históricos son casi siempre la resultante de una tensión -o incluso de un conflicto a menudo irresoluble- entre unas leyes tendencialmen­te universales y unas experiencias irreductiblemente singulares. De todas maneras, para retomar el sentido inicial de la problemática de las represen­taciones en su acepción más amplia posible, nos atreveremos a sugerir que, en el plano simbólico (que a veces es mucho más "material" de lo que suele suponerse), lo que ha terminado poniendo en escena la crisis argen­tina es la inexistencia -y consiguiente necesidad de recreación- de Ley, también en su acepción más amplia posible. En ese sentido amplio y sim­bólico, pero con profundos efectos materiales, todo el sistema político tra­dicional argentino, toda la compleja armazón hegemónica de las clases dominantes, está, como si dijéramos, "fuera de la Ley". Y, como dice el gran Martínez Estrada en otra parte de este mismo número de nuestra re­vista, "cuando los ciudadanos deben defender a las instituciones y no al revés, algún entuerto ha de haber en el estado de derecho". Buscar nue­vas formas de representación política y social, nuevas articulaciones de praxis política, nuevos modos de relación social y de intercambio econó­mico o simplemente discursivo, nuevas maneras de hacer funcionar una fábrica o de generar fuentes de producción alternativa: en suma, todo eso que fragmentaria y desordenadamente, con avances y retrocesos, flujos y reflujos, están haciendo los múltiples colectivos movilizados a partir de la crisis, seguramente 00 es -por lo menos, no todavía- crear formas decisi­vas de "doble poder", ni hacer revolución alguna. Pero sí es un modo aún oscuro, balbuceante y en buena medida inconsciente de producir Ley en un país que -ahora nos damos cuenta- venía de décadas de ilegalidad pro­funda. De des(a)nudar el conflicto insoluble entre el discurso consultivo y el performativo, para retomar la alegoría de Paul De Man, y de bregar por la reconstrucción de una "gramática" más acorde a las performances de la acción. Y eso es urea premisa lógica (no necesariamente cronológica) de cualquier transformación radical o "fundacional", aunque muchos crean estar abogando por una restauración de situaciones y categorías añoradas como paraísos perdidos. Las teorías de Freud o de Benjamin de las que hablábamos más arriba podrían encontrar aquí una inesperada traducción política, mostrando que los colectivos sociales -empezando por esas clases que en modo) alguno han dejado de existir empíricamente, no importa la profundidad de la crisis de sus "representaciones"- son per­fectamente capaces de generar nuevas formas de legalidad y legitimidad, tanto como lo son de poner a funcionar una fábrica.
Ninguna de estas búsquedas, por sí mismas, son garantía de nada. Es prácticamente imposible prever con plena certeza a dónde conducirán (un llamado a la modestia de las "ciencias sociales" siempre será pertinen­te, aunque ello no implique, como decíamos al principio, caer en el mito irracional, antipolítico y reaccionario de la incertidumbre eterna). Es muy difícil aún, por ejemplo, caracterizar la naturaleza de esas nuevas formas de legitimidad que se está buscando generar: ¿hay, allí, una revalorización de la política en el sentido más fuerte y radical del término, o el cuestiona­miento "objetivo" a las formas de representación dominantes es un capítulo más -aunque particularmente importante- del repudio de la política como tal? La creciente fragmentación de los movimientos populares co­mo el de los piqueteros, la merma de participación en las asambleas, el "techo" al que parece haber llegado el fenómeno de recuperación de fábricas, ¿es un mero reflujo en un proceso subterráneo de acumulación de fuerzas, o indica el límite insuperable de un proceso que, como decíamos antes, no logra articularse en un movimiento más totalizador? La revisión de las formas clásicas de democracia formal o "procedimental", ¿alcanza­rá la profundidad suficiente como para dar lugar a un nuevo imaginario democrático más radicalizado, o retrocederá hacia modos hoy imponde­rables de autoritarismo, caudillismo autoritario u otras variantes que per­mitan construir consenso a los partidos del Orden?
Frente a esta transicional labilidad de las representaciones de todo ti­po, ¿se trata, una vez más, de invocar los sempiternos pesimismo de la in­teligencia y optimismo de la voluntad? Sin duda. Pero, traduzcamos más sobriamente al aquí y ahora: ni el derrotismo depresivo del puro "algo tu­vo que cambiar para que todo siguiera igual", ni la irresponsabilidad ma­níaca de que ya todo cambió y nada de lo viejo puede retornar. Lejos esta­mos de abogar por ningún justo medio ni "tercera posición": más bien de lo que se trataría es de desplazar los ejes del debate, haciéndonos cargo de cierta dramática in decidibilidad, al mismo tiempo que de la necesidad de decidir. En estos momentos -febrero de 2003-, y para apoyarnos en nues­tros epígrafes, tendríamos que decir que tanto Goffman como Toynbee tienen razón: la vieja sociedad argentina no parece estar a punto de des­moronarse totalmente, pero el desgarrón en su tejido se agranda a paso firme. En momentos así, es tiempo de volver a cambiar la lógica del labo­ratorio por la del campo de experimentación. Y también, y sobre todo, por la de la experiencia, ya que un experimento riguroso nunca debería empezar de cero.

 Notas

[1] Eduardo Grüner. El Fin de los Pequeñas Historias. Ed. Paidós, Buenos Aires, 2002.
[2] Darcy Riberiro. Las Américas y la civilización. CEAL, Buenos Aires, 1969.
[3] Jorge Abelardo Ramos. Revolución y contrarrevolución en lo Argentina. Tomo I. Ed. Plus Ultra, Buenos Aires, 1966.
[4] Sobre los modos en que la economía es cada vez más "cultural" y la cultura cada vez más "económica", véase, por ejemplo, Fredric Jameson: El Giro Cultural. Ed. Manantial, Bue­nos Aires, 1999.
[5] Samir Amin. Los Desafíos de la Mundialización. Ed. Siglo XXI, México, D.F., 1995.
[6] Véase, sobre esta cuestión, Klaus Meschkat: "Una crítica a la ideología de la sociedad civil", en P. Hengstenberg y G. Meihold (eds.). Sociedad civil en América Latina. Representación de intereses y gobernabilidad. Ed. Nueva Sociedad, Caracas, 1999.
[7] Jean-Paul Sartre. Crítica de la razón dialéctica. Ed. Losada, Buenos Aires, 1964.
[8] Sigmund Freud. "Psicología de las masas y análisis del Yo", en Obras Completas. Ed. Bi­blioteca Nueva, Madrid; o Ed. Amorrortu, Buenos Aires. Varias ediciones.
[9] José Ortega y Gasset. La Rebelión de las Masas. Varias ediciones.
[10] Theodor W. Adorno y Max Horkheimer. "La industria cultural: la Ilustración como engaño cíe masas", en Dialéctica de la Ilustración. Ed. Trotta, 1989 (hay ediciones argentinas anteriores, en las editoriales Sur y Sudamericana).
[11] Sigmund Freud. "Tótem y Tabú", en Op. cit.
[12] Elías Canetti. Masa y Poder. Ed. Muchnik, Barcelona, 1977.
[13] Walter Benjamin. "Para una crítica de la violencia", en Ensayos Escogidos. Ed. Sur, Bue­nos Aires, 1967.
[14] Carlo Ginzburg. "Representación", en Ojazos de Madera. Ed. Península, Barcelona, 2001; y Ernst Kantorowicz. Las Dos Campos del Rey. Ed. Alianza, Madrid, 1985.
[15] Walter Benjamin. "La obra de arte en la época de su reproducción técnica", en op. cit.
[16] Erwin Panofsky. Renacimiento y renacimientos en el arte occidental. Ed. Alianza, Madrid, 1973.
[17] Max Weber. Economía y Sociedad. Ed. FCE, México, D.F., varias ediciones.
[18] John Berger. Modos de Ver. Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 1974.
[19] Mijail Bakhtin/Voloshinov. El marxismo y la filosofa del lenguaje. Ed. Alianza, Madrid, 1988.
[20] Claude Lévi-Strauss. Antropología Estructural. EUDEBA, Buenos Aires, 1968.
[21] Paul De Man. Alegorías de la Lectura. Ed. Lumen, Barcelona, 1990.
[22] Por supuesto, tomamos en préstamo este concepto de Adorno, para calificar esa dialéctica sin resolución, sin "superación" (Aufhebung), en la que el conflicto permanece como tensión sostenida en la polarización. Véase Theodor W. Adorno. Dialéctica Negativa. Ed. Tau­rus, Madrid, 1978.
[23] Práctica que -es necesario ser realistas al respecto-, estrictamente hablando, nunca existió, al menos a nivel de una sociedad total. Piénsese, por ejemplo, en la Atenas del siglo V o IV A.C., que pasa por ser la locación histórica paradigmática de semejante práctica: se tra­taba de una sociedad agraria, la inmensa mayoría de cuyos ciudadanos (que por supuesto eran solamente los varones libres y propietarios a los que se les hubiera otorgado ese privile­gio) tenían que viajar durante días a lomo de mula, abandonando sus tierras, para llegar ala asamblea del agora. Y en efecto, M. I. Finley informa que nunca, en el agora ateniense, pare­cen haberse reunido más que unos pocos miles de personas. Lo cual, como está ampliamen­te documentado, promovía toda clase de prácticas intrigantes que hoy llamaríamos "trenzas", lobbies y demás, como por otra parte es inevitable en cualquier sociedad política estructurada por la puja de intereses particulares (para ser breves y harto esquemáticos: en cualquier sociedad de clases).
[24] Entiéndasenos bien: no estamos diciendo de ninguna manera (y en otros lugares he­mos abundado al respecto) que hayan realmente desaparecido las clases, los pueblos y las na­ciones, proposición ridícula e indefendible. Sólo estamos diciendo que, a modo ele testimo­nio de ciertas hegemonías ideológicas "posmodernas", estas son categorías que han sido retiradas de las eficacias discursivas, teóricas y políticas. Al revés, esta constatación no impli­ca que no se hayan transformado en categorías mucho más problemáticas de lo que las recetas "izquierdistas" convencionales pretenden.
[25] No tenemos aquí espacio pata discutir las tesis de Negri o Holloway (para no men­cionar la más antigua aunque menos mediática prédica de Alain Badiou) a propósito de que la praxis autónoma de las multitudes permitiría transformar el mundo sin concernirse por el poder del Estado. Baste consignar nuestro desacuerdo con una estrategia que, tememos -y con más razón en un país como la Argentina-, corre el peligro de dejar a las masas inermes ante el poder realmente existente -incluyendo, en primer término, el poder represivo- de un Estado que no porque aboguemos por la autonomía multitudinaria ha dejado de existir. Las tesis de Negri o Holloway (que, al menos en este sentido práctico, no avanzan sino que más bien retroceden sobre las tesis gramscianas de la "guerra de posiciones" y el "Estado amplia­do") comprometen sin duda una discusión de filosofía política más compleja, que no puede confundirse inmediatamente con una estrategia política en sentido estricto.
[26] John Wmack. Zapata y la Revolución Mexicana. Ed. Siglo XXI, México, D.F., 1977.

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