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martes, 16 de agosto de 2011

LA MADRE (I-25). Máximo Gorki

Autoras/es: Máximo Gorki

Pável se sonreía, observando a Ribin.
- ¡Vaya un mujik que está hecho!
Ribin, despojándose calmoso de su abrigo, repuso:
- Sí, de nuevo me he hecho mujik. Mientras que vosotros vais, poco a poco, volviéndoos señores, yo voy hacia atrás ... ¡eso es!
Y estirándose su burda camisa, pasó a la habitación, le echó una atenta ojeada y declaró:
- Por lo que veo, no ha aumentado vuestro mobiliario, pero libros hay más, ¡así es! Bueno, contadme, ¿cómo van las cosas?
(Fecha original: 1907)



Alguien penetró, haciendo ruido, en el zaguán de la casa. Ambos se miraron estremecidos. La puerta abrióse despacio y entró pesadamente Ribin.
- ¡Aquí estoy! -dijo alzando la cabeza y sonriendo-. Todo le tira a nuestro Fomá, tanto la taberna como lo demás. ¡Aquí le tenéis...!
Venía envuelto en una larga zamarra, salpicada de alquitrán, y calzado con laptis (zapatos elaborados con cortesa de árbol); unas manoplas negras le colgaban del cinturón y un gorro peludo cubría su cabeza.
- ¿Estáis bien? ¿Ya te soltaron, Pável? Bueno, ¿cómo te va, Nílovna? -dilató los labios en ancha sonrisa, mostrando sus blancos dientes; su voz sonaba más dulcemente que antes; la barba, aún más espesa, le cubría el rostro.
La madre, contenta de verle, se acercó a él, le estrechó la manaza negra y, aspirando el olor fuerte y sano del alquitrán, le dijo:
- ¡Ah! ¿Eres tú...? ¡Cuánto me alegro...!
Pável se sonreía, observando a Ribin.
- ¡Vaya un mujik que está hecho!
Ribin, despojándose calmoso de su abrigo, repuso:
- Sí, de nuevo me he hecho mujik. Mientras que vosotros vais, poco a poco, volviéndoos señores, yo voy hacia atrás ... ¡eso es!
Y estirándose su burda camisa, pasó a la habitación, le echó una atenta ojeada y declaró:
- Por lo que veo, no ha aumentado vuestro mobiliario, pero libros hay más, ¡así es! Bueno, contadme, ¿cómo van las cosas?
Se sentó, abrió mucho las piernas, apoyóse en las rodillas con las palmas de las manos, clavó interrogante en Pável sus ojos oscuros y, sonriendo bondadosamente, aguardó la respuesta.
- ¡Las cosas marchan bien y deprisa! -le contestó Pável.
- Aramos, sembramos, a alabarnos no acostumbramos y cuando la cosecha recojamos, braga (Bebida parecida a la cerveza elaborada en casa) haremos y a la bartola nos tumbaremos. ¿No es eso? -salmodió Ribin, chancero.
- ¿Cómo le va, Mijaíl Ivánovich? -preguntó Pável, sentándose frente a él.
- ¡Psch! Vivo bastante bien. Me quedé en Eguildéievo. ¿Has oído hablar de él? ¡Buen pueblo! Dos ferias al año y más de dos mil habitantes. ¡Gente arisca! Tierra no tienen, la arriendan al señor feudal, ¡mala tierrecilla! Yo entré de bracero en casa de un explotador del pueblo, una sanguijuela; allí hay tantos como moscas en un cadáver. Hacemos alquitrán y carbón. Gano por mi trabajo la cuarta parte que aquí y doblo el espinazo dos veces más, ¡eso es! Somos siete los jornaleros de la sanguijuela. No es mala gente; todos son jóvenes y del lugar, menos yo; todos saben leer y escribir. Hay un tal Efim, tan arriscado, que da miedo.
- ¿Y habla usted mucho con ellos? -preguntó Pável animado.
- No callo. Me llevé todos los folletos de aquí, los treinta y cuatro, pero yo me sirvo más de la Biblia; allí hay todo lo que se quiere, es un libro gordo, un libro oficial, publicado por el Sínodo, ¡se puede creer en él!
Le guiñó el ojo a Pável y, sonriendo, continuó:
- Sólo que esto es poco. Vengo en busca de más libros. Hemos llegado dos: Efim y yo; llevábamos alquitrán y hemos dado un rodeo para venir a verte. Aprovisióname de libros antes que llegue Efim. Para él, saber mucho está de sobra ...
La madre miraba a Ribin y le parecía que con la chaqueta habíase quitado de encima algo más. Tenía un aspecto menos respetable, y sus ojos miraban astutos, no tan francamente como antes.
- ¡Madre! -dijo Pável-. Vaya usted y traiga libros. Allí sabrán lo que tienen que darle. Diga que son para el campo.
- ¡Está bien! -respondió la madre-. En cuanto el samovar esté listo, iré.
- ¿Tú también has entrado en este asunto, Nílovna? -preguntó Ribin sonriendo-. No está mal. Aficionados a los libros, allí hay muchos. El maestro también les incita a leer; dicen que es un buen muchacho, aunque su padre es pope. Hay también una maestra, a unas siete verstas; mas no quieren actuar con libros prohibidos, es gente que depende del Estado y tienen miedo. Pero yo necesito libros prohibidos, afilados, yo se los deslizaré debajo del brazo ... Y si el comisario de policía o el pope se enteran de que son libros prohibidos, ¡se pensarán que son los maestros los que los reparten! Y yo, mientras tanto, me quedaré al margen del asunto ...
Contento de su prudencia, enseñó los dientes con alegría.
¡Mírale! -pensó la madre-. A primera vista parece un oso, y luego resulta un zorro...
- ¿Qué cree usted? -preguntó Pável-. Si sospechan que los maestros son los que reparten libros prohibidos, ¿los meterán en la cárcel por ello?
- Desde luego, ¿y qué? -preguntó Ribin.
- ¡Usted ha repartido los libros, y no ellos! Luego usted es el que debe ir a la cárcel ...
- ¡Qué gracioso! -exclamó Ribin, riéndose y dándose una palmada en la rodilla-. ¿Quién va a pensar en mí? ¿Un simple mujik se va a ocupar de tales cosas? ¿Ocurre eso alguna vez? Los libros son cosa de señores, y a ellos les toca responder ...
La madre se daba cuenta de que Pável no comprendía a Ribin, y vio que entornaba los ojos, lo cual era en él indicio de enfado. Dijo con cautela y suavidad:
- Mijaíl Ivánovich quiere hacer las cosas y que otros paguen por él ...
- ¡Eso es! -asintió Ribin, acariciándose la barba-. Hasta que llegue el momento ...
- ¡Madre! -replicó secamente Pável-. Si alguno de nosotros, Andréi por ejemplo, hiciera algo, alegando que era obra mía, y a mí me metieran en la cárcel, ¿qué dirías tú?
La madre estremecióse, miró perpleja al hijo y, denegando con la cabeza, respondió:
- ¿Cómo se puede obrar así en contra de un camarada?
- ¡Ah! -exclamó Ribin-. ¡Ya te comprendo, Pável! y guiñando el ojo con socarronería, dijo a la madre:
- Madre, esta es una cuestión muy delicada.
Y volvió a dirigirse a Pável, en tono aleccionador:
- ¡Piensas aún como un novato, hermano! En una causa secreta no hay honor. Tú razona: en primer lugar, se llevará a la cárcel al muchacho a quien le encuentren un libro, y no a los maestros. En segundo lugar, aunque los maestros den libros autorizados, el tema en ellos es el mismo que en los prohibidos, sólo que las palabras son otras y con menos verdad. Luego ellos quieren lo mismo que yo, sólo que van por los vericuetos y yo por la carretera, pero ante las autoridades somos igualmente culpables, ¿no es cierto? Y en tercer lugar, yo no tengo nada que ver con ellos, hermano; el peatón no es camarada del que va a caballo. Con un mujik puede que no hiciera yo lo mismo. Pero ellos ... Uno es hijo de un pope, y la otra, hija de un terrateniente; ¿por qué van ellos a sublevar al pueblo? No lo sé. Su manera de pensar es como la de los señores y yo, mujik, no los comprendo. Lo que yo mismo hago, lo comprendo, pero ignoro lo que ellos quieren. Durante miles de años, hubo personas que fueron lindamente señores y despellejaron al mujik, y de repente, se han despertado y se ponen a abrirle los ojos. Yo, hermano, no soy aficionado a los cuentos, y esto es una especie de cuento. De mí están lejos todos los señores. Cuando vas en invierno por el campo y delante de ti se distingue algo vivo, que se mueve, no se puede apreciar qué es: lobo, zorro o simplemente un perro. ¡No se ve! Está lejos.
La madre echó una mirada al hijo. Su rostro estaba triste. Los ojos de Ribin brillaban con un fulgor sombrío; miraba a Pável, contento de sí mismo, y rascándose excitado la barba con los dedos, continuó:
- No tengo tiempo para finuras. La vida mira severa; en la perrera no es como en el redil, cada jauría ladra a su manera ...
- Hay señores -terció la madre, recordando a personas conocidas- que se sacrifican y que, durante toda su vida, sufren en la cárcel por el pueblo ...
- ¡Con ellos es cuenta aparte, y el respeto, otro! -contestó Ribin. Cuando el mujik empieza a enriquecerse, al señor quiere parecerse, y cuando el señor se arruina, al mujik se aproxima. Aunque no se quiera, cuando la bolsa está sin blanca, el alma está sin mancha. ¿Recuerdas, Pável? Tú me explicaste que, según vive el hombre, así piensa, y si el obrero dice , el patrón dirá no, y si el obrero dice no, el patrón, por su naturaleza de patrón, gritará, indefectiblemente, . Igual pasa con los mujiks y los señores; son de distinta naturaleza. Cuando el mujik está harto, el señor no pega ojo en su cuarto. Claro está que en todas las categorías se encuentran hijos de perra, yo no estoy de acuerdo en defender a todos los mujiks sin excepción ...
Se levantó umbrío, fuerte. Tenía ensombrecido el rostro, la barba le temblaba, como si le castañetearan los dientes sin hacer ruido, y prosiguió, bajando la voz:
- Llevaba cinco años errando por esas fábricas, y había ya perdido la costumbre del campo. Llegué allí, y al ver la vida, me dije: ¡yo no podré vivir así! ¿Comprendes? ¡No puedo! Vosotros vivís aquí y no veis aquellas humillaciones. Pero allí el hambre sigue al hombre como la sombra al cuerpo, y no hay esperanza de pan, ¡no la hay! El hambre ha devorado las almas, ha borrado las facciones humanas, la gente no vive, se pudre en una miseria irremediable ... Y por todas partes las autoridades acechan, como los cuervos, para ver si te sobra un cacho de pan ... y en cuanto lo ven, te lo arrebatan y te abofetean encima ...
Ribin echó una ojeada en derredor; se inclinó hacia Pável, apoyando una mano en la mesa.
- Cuando volví a ver esa vida, me entraron hasta náuseas. Me dije: ¡no podré! Pero me sobrepuse y pensé: No; no hagas tonterías, muchacho. ¡Aquí me quedo! Yo no os daré pan, pero armaré una que será sonada ... ¡Y la armaré, hermano! Llevo conmigo el ultraje que se hace a la gente y estoy ofendido con la gente misma. Tengo su ultraje clavado en el corazón como un cuchillo, y se me remueve dentro.
Le sudaba la frente; acercóse despacio a Pável y le puso la mano en el hombro. La mano le temblaba.
- ¡Préstame ayuda! Dame libros que, cuando se lean, no dejen al hombre tranquilo. Hay que meterles un erizo en el cráneo, ¡un erizo que pinche bien! Di a tus gentes de la ciudad que escriben para vosotros, que escriban también para el campo. Que lo hagan de manera que la aldea humee como la pez ardiendo, ¡para que el pueblo se lance a la lucha a vida o muerte!
Alzó la mano y, recalcando las palabras, dijo con sorda voz:
- La muerte vence a la muerte, ¡eso es! Por tanto, muere para que la gente resucite. Que mueran miles, para que resuciten millones sobre toda la tierra. ¡Eso es! ¡Morir es fácil! ¡El caso es que resuciten! ¡Que las gentes se alcen!
La madre trajo el samovar y miró a Ribin de reojo. Sus palabras, duras y fuertes, la deprimían. Había en él algo que le recordaba al marido; del mismo modo enseñaba los dientes, movía los brazos arremangándose la camisa, llevaba en su interior la misma impaciente rabia, aunque muda. Éste hablaba. Y era menos terrible.
- ¡Sí, es necesario! -dijo Pável, sacudiendo la cabeza-. Dadnos hechos y os escribiremos un periódico ...
La madre miró al hijo sonriendo, movió la cabeza y, luego de ponerse el abrigo en silencio, salió de la casa.
- ¡Hazlo! Te proporcionaremos todo. Escribid con sencillez, ¡para que lo comprendan hasta los terneros! -gritó Ribin.
Abrióse la puerta de la cocina y entró alguien.
- Es Efim -dijo Ribin, echando una ojeada a la cocina-. Pasa, Efim. Aquí tienes a Efim; este hombre se llama Pável, ya te he hablado de él.
Ante Pável estaba en pie, con el gorro entre las manos y mirándole de soslayo con sus ojos grises, un mozo de cara ancha y pelo bermejo, zamarra corta, buena planta y fuerte contextura.
- ¡Muy buenas! -dijo con voz algo ronca, y después de estrechar la mano de Pável, se atusó los lisos cabellos con ambas palmas. Echó una mirada a la habitación, e inmediatamente, con lentitud y como de un modo furtivo, se acercó al estante de los libros.
- ¡Ya los ha visto! -dijo Ribin, guiñándole el ojo a Pável. Efim volvió la cabeza, le miró y empezó a examinar los libros, diciendo:
- ¡Cuántas cosas que leer! Y, seguramente, no tendrá tiempo para leerlas. En el campo hay más tiempo para eso ...
- ¿Y menos ganas? -preguntó Pável.
- ¿Por qué? ¡También hay ganas! -contestó el muchacho, frotándose la barbilla-. La gente ha empezado a removerse la sesera. Geología, ¿esto qué es?
Pávelle explicó.
- ¡No lo necesitamos! -dijo el joven, dejando el libro en el estante.
Ribin lanzó un ruidoso suspiro y observó:
- Al mujik no le interesa de dónde surgió la tierra, sino cómo fue a parar a distintas manos y cómo los señores se la arrancaron al pueblo de debajo de los pies. El que gire o se esté quieta, eso no importa; cuélgala aunque sea de una soga, el caso es que llene la andorga; clávala en el cielo, bien arriba, el caso es que llene la barriga ...
- Historia de la esclavitud -leyó de nuevo Efim, y preguntó a Pável-: ¿Habla de nosotros?
- Sí, ¡y también hay uno sobre los siervos de la gleba! -repuso Pável, entregándole otro libro. Efim lo cogió, le dio vueltas entre las manos y, dejándolo a un lado, sentenció cachazudo:
- ¡Esto ya pasó!
- ¿Tiene usted tierra? -preguntó Pável.
- ¿ Yo? ¡Tengo! Somos tres hermanos y tenemos cuatro desiatinas (Vieja medida agraria equivalente, aproximadamente, a once mil metros cuadrados). Arena buena para limpiar el cobre, pero para trigo no vale.
Después de un silencio, continuó:
- Yo me he liberado de la tierra. ¿Para qué sirve? Dar de comer, no da, y ata las manos. Ya hace cuatro años que trabajo de bracero. En otoño iré al servicio. El tío Mijaíl me dice: ¡No vayas! Ahora, mandan a los soldados a apalear al pueblo. Pero yo pienso ir. Las tropas, en tiempos de Stepán Razin y en los de Pugachov, también pegaban al pueblo. Hay que acabar con eso. ¿Qué le parece? -preguntó mirando fijamente a Pável.
- ¡Ya es hora! -contestó éste, sonriendo-. Sólo que, ¡es difícil! Uno debe saber qué decir a los soldados y cómo decírselo ...
- Aprenderemos ... ¡y sabremos! -repuso Efim.
- Si los jefes os atrapan, ¡Os pueden fusilar! -terminó Pável, mirando con curiosidad a Efim.
- ¡No habrá perdón! -asintió tranquilo el muchacho, y se puso de nuevo a examinar los libros.
- ¡Bebe té, Efim, pronto tendremos que marcharnos! -observó Ribin.
- ¡Ya voy! -contestó el mozo, y volvió a preguntar-: ¿La revolución es un motín?
Llegó Andréi, sudoroso, colorado, sombrío ... Sin decir palabra, estrechó la mano de Efim, sentóse junto a Ribin y se quedó mirándole, sonriendo.
- ¿Por qué miras con tristeza? -preguntó Ribin, dándole una palmada en la rodilla.
- ¡Qué sé yo! -respondió el jojol.
- ¿También obrero? -inquirió Efim, señalando hacia Andréi con la cabeza.
- También -contestó Andréi-. ¿Por qué lo pregunta?
- Es la primera vez que ve obreros de fábrica -explicó Ribin-. Dice que es una gente particular ...
- ¿En qué? -preguntó Pável.
Efim miró atentamente a Andréi y dijo:
- Tenéis los huesos agudos. El mujik los tiene más redondos.
- ¡El mujik está más firme sobre sus pies que vosotros! -añadió Ribin-. Siente la tierra bajo sus plantas; aunque no le pertenezca, ¡la siente! Pero el hombre de fábrica es como el pájaro: no tiene patria, no tiene hogar; ¡hoy aquí, mañana allá!, Ni la mujer le hace tener apego al sitio; en cuanto surge algo ... ¡ahí te quedas, querida! ¡Arréglatelas como puedas! Y se marcha en busca de otro lugar mejor. En cambio, el mujik quiere mejorar lo que tiene alrededor, sin moverse del sitio. ¡Ya está aquí la madre!
Efim se acercó a Pável y le preguntó:
- ¿Querría usted darme algún libro?
- ¡Claro que sí! -accedió Pável de buena gana.
Los ojos del mozo brillaron codiciosos y se apresuró a decir:
- ¡Se lo devolveré! Los nuestros acarrean alquitrán, cerca de aquí; ellos se lo traerán.
Ribin, ya con la zamarra puesta y el cinto bien apretado, dijo a Efim:
- ¡Vámonos, ya es hora!
- ¡Cómo voy a leer! -exclamó Efim, señalando hacia los libros, con una ancha sonrisa.
Cuando se hubieron marchado, Pável, dirigiéndose a Andréi, le dijo con animación:
- ¿Has visto qué demonios...?
- -repuso Andréi, arrastrando la afirmación-. Son como un nublado ...
- ¿Habláis de Mijaíl? -inquirió la madre-. Es como si no hubiera vivido en la fábrica, se ha vuelto un mujik de verdad. ¡Y qué terrible!
- ¡Lástima que no hayas estado aquí! -dijo Pável a Andréi, que, sentado a la mesa, miraba sombrío su vaso de té-. ¡Habrías visto el juego del corazón! ¡Tú que siempre estás hablando de él! Ribin me soltó una andanada que me derribó por tierra, ¡me dejó chafado...! ¡No he sabido devolvérsela! ¡Qué desconfianza hacia los hombres y qué poco valor les concede! Dice bien la madre, ¡ese hombre encierra una fuerza terrible!
- ¡Eso ya lo he visto! -dijo con aire sombrío el jojol-. ¡Han envenenado a la gente! Cuando se levanten, lo derribarán todo sin distinción. Necesitan la tierra desnuda, y la desnudarán. ¡Lo arrasarán todo!
Hablaba con lentitud y se percibía que estaba pensando en otra cosa.
La madre se le acercó con cautela.
- ¡Deberías animarte, Andriusha!
- Espere, madrecita querida -replicó Andréi cariñosamente y en voz baja.
Y animándose de pronto, prosiguió, dando un puñetazo en la mesa:
- ¡Sí, Pável, el mujik dejará desnuda la tierra, si se levanta sobre sus pies! Lo quemará todo, como después de una peste, para que los vestigios de sus humillaciones sean aventados con las cenizas ...
- Y después, ¡se interpondrá en nuestro camino! -observó Pável en voz baja.
- ¡Nuestro deber es no permitirlo! ¡Nuestro deber,Pável, es contenerlo! Nosotros estamos más cerca de él que nadie, a nosotros nos creerá, ¡nos seguirá!
- ¿Sabes que Ribin nos propone editar un periódico para el campo? -le comunicó Pável.
- ¡Y es necesario hacerlo!
Pável sonrió y dijo:
- ¡Siento no haber discutido un poco con él!
El jojol replicó con calma, frotándose la cabeza:
- ¡Ya discutiremos! Tú, toca tu caramillo, que quienes no tengan los pies pegados a la tierra, ¡bailarán al son de tu música! Ribin ha dicho bien que no sentimos la tierra bajo nuestros pies, y así debe ser; por eso somos los llamados a removerla. Cuando la hayamos sacudido una vez, la gente se desgajará de ella, y la sacudiremos otra vez ... ¡y otra más!
La madre, sonriendo, dijo:
- Para ti, Andréi, ¡todo es sencillo!
- Claro que sí -repuso el jojol-. ¡Sencillo! ¡Como la vida!
Y luego de unos instantes, agregó:
- Voy a dar un paseo por el campo ...
- ¿Después del baño? Hace mucho viento, ¡te va a dar un aire! -le previno la madre.
- Pues eso es lo que necesito, ¡que me dé el aire! -replicó él.
- ¡Mira que te vas a resfriar! -le dijo Pável cariñosamente-. Mejor sería que te acostaras.
- No, ¡me voy!
Sin decir palabra, se puso el abrigo y salió.
- ¡Sufre! -observó la madre suspirando.
- Sabes que has hecho bien en hablarle de tú, después de eso ... -le dijo Pável.
Ella, mirándole asombrada, contestó:
- ¡Pero si ni siquiera me he dado cuenta de cómo ha sido! Es ya tan cercano a mí ... no encuentro palabras para expresarlo.
- ¡Qué buen corazón tienes, madre! -añadió Pável en voz baja.
- ¡Con tal de que pudiera ayudarte a ti y a todos vosotros en algo ...! ¡Si pudiera!
- No tengas miedo. ¡Ya podrás!
Ella rió bajito y dijo:
- Pues eso es lo malo, ¡que yo no sé no tener miedo!
- ¡Bueno, madre! ¡No hablemos más! -repuso Pável-. Has de saber que te estoy muy agradecido, mucho.
Ella se marchó a la cocina para no turbarle con sus lágrimas.
El jojol volvió ya bien entrada la noche, cansado, y dijo, mientras se acostaba:
- Creo que habré andado más de diez verstas ...
- ¿Y te encuentras mejor? -preguntó Pável.
- ¡Déjame, quiero dormir!
Y guardó silencio como si se hubiera muerto.
Pasado algún tiempo, llegó Vesovschikov, andrajoso, sucio y descontento como siempre.
- ¿No has oído quién ha matado a Isái? -preguntó a Pável, andando torpemente por la habitación.
- ¡No! -repuso Pável conciso.
- Ha habido un hombre al que no le ha dado asco hacerlo. ¡Y yo que me disponía a estrangularle! Era asunto mío, ¡lo más a propósito para mí!
- ¡Déjate de discursos de ese género, Nikolái! -le replicó Pável en tono amistoso.
- Y en realidad, ¿a qué viene eso? -terció cariñosamente la madre-. Tienes el corazón tierno, y te pones a rugir. ¿Por qué lo haces?
En aquel momento le era grato ver a Nikolái, y hasta su rostro, picado de viruelas, le parecía más agraciado.
- ¡Yo no sirvo más que para cosas de ese tipo! -dijo Nikolái, encogiéndose de hombros-. Pienso, y vuelvo a pensar: ¿dónde estará mi puesto? ¡No hay sitio para mí! Hace falta hablar con la gente, ¡y yo nO sé! Lo veo todo, siento todas las humillaciones humanas, ¡pero no puedo expresarme! ¡Tengo muda el alma!
Se acercó a Pável cabizbajo y, arañando la mesa con los dedos, dijo de un modo infantil, quejumbroso, que no era nada propio de él:
- ¡Hermanos, dadme cualquier trabajo penoso! ¡No puedo vivir así, sin hacer nada de provecho! Vosotros estáis dedicados a la causa. Veo cómo progresa, y yo ... ¡a un lado! Cargo vigas y tablas, pero, ¿es que se puede vivir para esto? ¡Dadme un trabajo duro!
Pável le tomó de una mano y le atrajo hacia sí.
- ¡Te lo daremos...!
Tras el tabique, resonó la voz del jojol.
- Nikolái, yo te enseñaré a distinguir los caracteres de imprenta y serás uno de nuestros cajistas, ¿quieres?
Nikolái se le acercó diciendo:
- Si me enseñas, yo te regalaré una navaja ...
- ¡Vete al diablo con tu navaja! -gritó el jojol y, de pronto, se echó a reír.
- ¡Es una navaja muy buena! -insistió Nikolái. Pável también rió.
Entonces Vesovschikov se detuvo en medio de la habitación y preguntó:
- ¿Os estáis burlando de mí?
- ¡Claro! -contestó el jojol, saltando de la cama-. ¿Queréis que vayamos a pasear por el campo? La noche está hermosa, hay luna. ¿Vamos?
- ¡Bien! -asintió Pável.
- ¡Yo también voy! -declaró Nikolái-. Me gusta cuando te ríes, jojol.
- ¡Y a mí me gusta cuando me ofreces regalos! -contestó el jojol sonriendo.
Mientras él se estaba poniendo el abrigo en la cocina, la madre le dijo, refunfuñando:
- Abrígate bien ...
Y cuando los tres hubieron salido, ella los estuvo mirando por la ventana; después, dirigió sus ojos a las santas imágenes y suplicó quedo:
- ¡Ayúdales, Señor...!

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