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martes, 16 de agosto de 2011

LUCHADORAS, Historias de mujeres que hicieron historia. INTRODUCCIÓN

Autoras/es: Andrea D’Atri (ed.), Bárbara Funes, Ana López, Jimena Mendoza, Celeste Murillo, Virginia Andrea Peña, Adela Reck , Malena Vidal, Gabriela Vino, Verónica Zaldívar
(Fecha original: Abril 2006)

Introducción
El papel de las mujeres en la historia ha sido silenciado durante siglos. Si ellas aparecían, lo hacían como “casos excepcionales” que alcanzaban renombre por “extrañas” aptitudes para el arte o la ciencia, o bien porque la herencia y oscuros designios divinos habían querido ungirla reina o santa. Esto se modificó radicalmente recién con el advenimiento de la segunda ola feminista en la década de 1970, cuando activistas y académicas comenzaron a cuestionar esta ausencia y se propusieron investigar a las mujeres en la historia, desnaturalizando la invisibilización y dando lugar a la Historia de las Mujeres.
Pero si la opresión social del género femenino está en la base de esta eliminación de la participación de la mitad de la humanidad en los procesos históricos, doble fue el ocultamiento cuando se trató de las mujeres luchadoras, rebeldes, revolucionarias.
En Pan y Rosas. Pertenencia de género y antagonismo de clases en el capitalismo1 intentábamos entrelazar las cuestiones relativas a la opresión y la explotación a lo largo de la historia de la lucha de clases que se abre con la Revolución Francesa y la Revolución Industrial. Ahora, con Luchadoras. Historias de mujeres que hicieron historia, nos proponemos rescatar, con nombres y apellidos, a algunas de las protagonistas de ese período, no exento de combates heroicos de la clase obrera y los sectores populares en la lucha por su emancipación. Estas biografías han sido reelaboradas en función de los mismos procesos en los que estas mujeres participaron, destacando este aspecto por sobre otros relativos a sus vidas privadas. No fue una decisión ingenua: es poca la atención que se presta, en las biografías masculinas, a las vidas conyugales de los varones referenciados, sus paternidades y otros detalles de su cotidianeidad; sin embargo, es habitual que las biografías de mujeres destaquen estos aspectos por sobre otros. Por el contrario, en este trabajo, quisimos mostrar la vida de estas mujeres desde el lugar que ellas mismas decidieron tener en la historia, como protagonistas de su tiempo.
Estas mujeres de las que habla Luchadoras... vivieron bajo el dominio del sistema capitalista. Desde sus albores, revolucionando la sociedad y las relaciones personales, el capitalismo arrancó a la mujer del ámbito privado, dando por tierra con los designios oscurantistas de la Iglesia que naturalizaba el encierro de las mujeres en el ámbito doméstico. En plena Revolución Industrial, con el desarrollo de la técnica y la maquinaria, el capitalismo hizo posible la desmitificación del supuesto de tareas, trabajos y profesiones masculinas o femeninas, basados en las diferencias anatómicas. Más tarde, el desarrollo médico y científico permitió que, por primera vez en la historia, pudiera separarse la reproducción del placer, cuestionando de esta manera la concepción de que la maternidad es el único proyecto de vida para la realización de las mujeres. Y, también, ha convertido en una posibilidad al alcance de la mano la socialización e industrialización de las tareas domésticas. Pero su enérgica revolución en las relaciones sociales de producción, su impetuosa marea que podía arrastrar viejos prejuicios y construir nuevas relaciones personales, sólo fueron –desde sus inicios– ten­dencias que no pudieron desarrollarse íntegramente bajo la supervivencia de la propiedad privada de los medios de producción. Una condición que –cada vez más– choca irremisiblemente contra una producción cada vez más socializada internacionalmente, provocando crisis, catástrofes y hasta guerras mundiales.
En el caso de las mujeres, éstas fueron empujadas al trabajo fuera de la casa, pero debiendo conformarse con salarios menores a los de los varones por la misma tarea, para de ese modo también presionar a la baja del salario de todo el proletariado. Y si puede hablarse hoy de la feminización de la fuerza de trabajo, lo cierto es que este proceso no ha significado quitarle a las mujeres la responsabilidad atávica del trabajo doméstico no remunerado, recargándolas así con una doble jornada laboral. También, actualmente, a pesar de los impresionantes avances científicos, los estados más poderosos del planeta siguen sosteniendo los prejuicios del fundamentalismo religioso, apoyándose en celestiales ideologías reaccionarias para mantener el some­timiento y el dominio terrenal. El capitalismo no inventó la opresión de las mujeres, es cierto. Pero también es cierto que, lejos de liberar a las mujeres de aquella opresión ancestral, endureció los grilletes e hizo más pesadas sus cadenas. Sin embargo, a pesar de la condena que el capitalismo sigue imponiendo a las mujeres –condena que se transforma en cadena perpetua para las trabajadoras y las mujeres de los sectores populares–, marxistas y feministas sostienen debates acalorados e incluso, en ocasiones, irreconci­liables, desde hace más de treinta años.
Las autoras de este libro somos militantes marxistas revolucionarias. Su publicación no obedece sólo a nuestros anhelos personales de ver plas­mado más de un intenso año de trabajo colectivo, sino fundamentalmente al convencimiento de que no habrá emancipación de las oprimidas y oprimi­dos si no es luchando por la revolución socialista. En las organizaciones a las que pertenecemos2, esta cuestión tiene relevancia: sabemos de las dobles dificultades que enfrentan las trabajadoras en su camino de convertirse en obreras concientes, dirigentes de su clase, militantes revolucionarias. Y, por ello, impulsamos y participamos de las más amplias movilizaciones y luchas por derechos democráticos elementales –como el derecho al aborto, entre otros–, por las demandas específicas de las obreras en sus lugares de trabajo –guarderías, igual salario por igual trabajo, etc–. Pero, también, insistimos en la necesidad de que la clase obrera, empezando por sus mujeres, integre la cuestión de su emancipación en su programa revolucionario, porque sabemos que no puede liberarse de sus cadenas quien oprime a otros.
Como ya señalamos en otra oportunidad: “No concluimos que la emancipación de las mujeres está garantizada automáticamente con la revolución socialista o con algunas leyes y decretos progresivos que pueda promulgar la clase obrera en el poder. Pero afirmamos que lo contrario sí es cierto.”3 El capitalismo sólo nos reserva destrucción, cadenas, barbarie. Claro que, si hasta allí podemos acordar con algunos sectores feministas anticapitalistas, la pregunta que sigue sustentando el debate es ¿la revolución proletaria es suficiente para la emancipación de las mujeres? Creemos que no y trataremos de explicarlo. Pero eso no quita que, entre la mayoría de las feministas que rechazan el marxismo, se encuentran muchas dispuestas a ser menos impacientes en ver a las degradadas democracias capitalistas convertirse (utópicamente) en democracias radicales y pluralistas, que en combatir los prejuicios propios del patriarcado que la ideología dominante impone a sus oprimidos.
Si hay un “espíritu revolucionario” del feminismo ése es el de mantener una relación de diálogo y confrontación con lo más avanzado de la ideología de una época, ayer encarnado en la Ilustración de una avasallante burguesía que instauraba los estados nacionales modernos al calor de la máquina de vapor y el telar industrial; más tarde, interpelando al marxismo en medio de la movilización independiente de las masas que conmovió –con aquel espíritu se­sentayochista– los pilares del orden mundial a uno y otro lado del planeta. Las diatribas del feminismo de la primera ola se dirigieron contra el movimiento revolucionario burgués, discutiendo sus parámetros de ciudadanía y derechos humanos que no incorporaban a las “ciudadanas” a la vida social y política. En el siglo XX, por su parte, discutió con el marxismo sobre cuestiones tan variadas como la relación entre opresión y explotación, la reproducción de los valores patriarcales al interior de las organizaciones de izquierda y el fracaso de los llamados “socialismos reales”. Es que la mayoría de las teó­ricas feministas radicales provenía de las filas de la izquierda marxista, con la que desarrolla un enfrentamiento vehemente. No es extraño encontrarse, entonces, con elaboraciones que, lejos del materialismo histórico, revelan sin embargo, un lenguaje epocal que resuena con otras significancias: desde la tesis de las mujeres como clase social, las elaboraciones sobre la explotación económica del trabajo doméstico o las de la reproducción como explotación de una clase sexual sobre otra.
Algunas autoras señalan que el surgimiento de la segunda ola feminista tiene una relación directa con el escepticismo que fue generando la malhada­da experiencia con el denominado “socialismo real”. Como si hubiera sido ese mismo desencanto el que impulsó su aparición en la escena política de los países centrales. Ese sentimiento de desazón es el que podría encontrarse en la base de lo que el feminismo radical llegó a esbozar como tesis central de su prédica: la conclusión de que quizás era necesaria una revolución para cambiar el capitalismo, pero que eso no tenía relación con la liberación de las mujeres. Enfatizando la existencia de la dominación masculina en todas las sociedades conocidas, las feministas radicales intentaron demostrar la inevitabilidad de la opresión y mostraron, así, su escepticismo sobre la capacidad del socialismo para crear una verdadera democracia basada en la abolición de la esclavitud asalariada y sobre la cual pudiera asentarse la emancipación definitiva de las y los oprimidos. Contrariando el precepto “izquierdista” de que cualquier objeción sobre la opresión intraclasista de las mujeres obreras rompería la unidad popular necesaria para enfrentar al sistema capitalista, el feminismo radical sostendrá que no habrá cambio social sin una revolución cultural que lo preceda. Por lo que la tarea po­lítica primordial pasa por cambiar uno mismo para lograr el cambio de la sociedad. La consigna lanzada por el feminismo de la década de 1970 de que “lo personal es político”, en la práctica adquirió más bien la forma de que “lo político es lo personal”, permitiendo la libre interpretación acerca de lo que significaba ser feminista, luchar contra el patriarcado, etc. De lo que se trataba era de no tener hijos, o de tenerlos pero criarlos con valores no sexistas, de vivir en comunidades de mujeres que permitieran recuperar la autoestima del género o en reproducir la pareja monogámica heterosexual pero compartiendo las tareas de la casa sin estereotipos de género… en fin, la “revolución cultural” era lo que estaba en marcha y sólo así se podía aspirar a que, alguna vez, cambiara el mundo.
Lo cierto es que tal reacción tenía un motivo que, si bien no la justifica, al menos la explica parcialmente: mientras gran parte de los intelectuales y la izquierda hacían oídos sordos a las barbaridades cometidas en nombre del socialismo, se evitó debatir –entre otras cosas– sobre la opresión de las mujeres obreras o la situación de las mujeres en los países que se encontraban bajo la órbita de la Unión Soviética. No había posibilidades para la crítica revolucionaria: cualquier argumentación antagónica era tildada de favorecer al enemigo de clase. Sin embargo, los hechos no podían desmentirse: en la Unión Soviética, bajo el régimen termidoriano de la burocracia stalinista, se volvió a prohibir el aborto, se condenó la prostitución y se criminalizó la homosexualidad. Ya en 1926, se había vuelto a instituir la obligación del matrimonio civil para legalizar las uniones ante el Estado. Más tarde se suprimió la sección femenina del Comité Central del PCUS4 y sus equiva­lentes en los diversos niveles de la organización partidaria. En 1936, Stalin –haciendo apología del rol estereotipado a las que son condenadas las muje­res– declara: “El aborto que destruye la vida es inadmisible en nuestro país. La mujer soviética tiene los mismos derechos que el hombre, pero eso no la exime del grande y noble deber que la naturaleza le ha asignado: es madre, da la vida.”5 En 1944, el Estado refuerza este concepto, aumentando las asignaciones familiares correspondientes a los salarios de los trabajadores. La burocracia emprende el aggiornamiento de la ideología burguesa trans­formándola muy pronto en una filosofía de Estado, a la que León Trotsky, irónicamente, había denominado “filosofía de cura que dispone, además, del puño del gendarme.”6
La izquierda stalinista repitió, irreflexivamente en todo el planeta, la idea de que con la conquista del poder, la sociedad socialista se consumaba en “sus nueve décimas partes”7, desestimando los problemas económicos, políticos, sociales y culturales que no se podían resolver mecánicamente con la toma del poder por la clase obrera, entre ellos, el de las relaciones entre varones y mujeres. Mientras tanto, la bandera de la emancipación femenina, tomada en sus manos por la legendaria Alexandra Kollontai en los albores de Octubre, fue arrumbada en el arcón de las supuestas provocaciones burgue­sas, enemigas del proletariado soviético. Y el coro internacional de filisteos eligió llevar adelante la misma prédica. Para los epígonos, el estandarte de la causa proletaria invalidaba, automáticamente, cualquier apreciación sobre el atraso de la clase obrera rusa, cualquier planteo sobre la opresión de las mujeres en sus propias filas y, mucho más, sobre la cuestión de la mujer en el llamado “socialismo real”.
Sólo algunas pocas y casi inaudibles voces de marxistas revoluciona­rios hicieron frente a la marea. Esas voces, sin embargo, existieron. Y esta única razón es suficiente para no admitir un discurso crítico contra el mar­xismo que arroje “al niño junto con el agua sucia”. Si se revisa la historia del marxismo revolucionario, nos encontraremos con que existe una continuidad entre quienes sostuvieron el legado revolucionario, y su preocupación espe­cial en relación a la cuestión de las mujeres. Por el contrario, los sectores que asumieron posiciones reformistas han tratado los problemas específicos de la opresión de las mujeres desde una tónica marcadamente anti-femenina. Los dirigentes más relevantes de la socialdemocracia alemana, quienes tuvieron mayor responsabilidad en el desbarranque de la IIº Internacional, aprobando la participación de la clase obrera en la Primera Guerra Mundial –en la que se enfrentaron a sus hermanos de clase en defensa de las burguesías nacionales de sus respectivos países–, defendían la igualdad de derechos civiles para las mujeres; pero fueron los que más se opusieron –con ataques satíricos– a la organización militante de las mujeres trabajadoras que encabezaba Clara Zetkin. Augusto Bebel, a pesar de ser el autor de La mujer y el socialismo, fue quien atacó con los más duros epítetos misóginos a la internacionalista Rosa Luxemburgo, una de las más grandes dirigentes del proletariado mundial, que, sin embargo, participó en los Congresos Internacionales de Mujeres Socialistas intentando convencer a las socialdemócratas de su punto de vista sobre la guerra mundial y sus críticas al curso que tomaba la dirección del partido frente a estos acontecimientos. Como señala Thonnessen: “Hay una conexión íntima entre el antifeminismo proletario y el revisionismo, así como la hay entre el movimiento radical por la emancipación de la mujer y la teoría ortodoxa socialista. El feminismo marxista ha llevado a cabo, característicamente, una lucha en contra del reformismo y el obrerismo por una parte, y contra el carácter limitado y elitista del feminismo burgués por otra parte.”8 Esa “conexión íntima” entre antifeminismo y revisionismo volvemos a encontrarla en el período, antes señalado, de la burocratización del estado obrero surgido de la revolución de 1917.
En la década en que surge el feminismo de la segunda ola, las mujeres se enfrentaron a discursos populistas, stalinistas y reformistas que –con justificaciones pretendidamente de izquierda– desestimaban la lucha contra la opresión de género. Lamentablemente, el feminismo radical eligió la versión caricaturizada del marxismo para enfrentar a la izquierda; sin advertir, que lo que se presentaba como dogma sagrado no era el marxismo revolucionario. Nada más lejos del pensamiento de Marx y Engels, que propagandizaron los orígenes y funciones de la familia, de­nunciando la institución de dominio patriarcal. En sus análisis insistieron sobre la existencia de la opresión de las mujeres en todas las sociedades con Estado –y no sólo en el capitalismo–, vinculando el patriarcado a la existencia de las clases sociales. Con un tono extremadamente radical para su época –e incluso mayor al de muchas feministas radicales que hicieron su aparición un siglo después–, Engels señala en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado que “la monogamia no aparece de ninguna manera en la historia como un acuerdo entre el hombre y la mujer, y menos aún como la forma más elevada de matrimonio. Por el contrario, entra en escena bajo la forma del esclavizamiento de un sexo por el otro, como la proclamación de un conflicto entre los sexos, desconocido hasta entonces en la prehistoria. En un viejo manuscrito inédito, redactado en 1846 por Marx y por mí, encuentro esta frase: ‘la primera división del trabajo es la que se hizo entre el hombre y la mujer para la procreación de hijos.’ Y hoy puedo añadir: el primer antagonismo de clases que apareció en la historia coincide con el desarrollo del antagonismo entre el hombre y la mujer en la monogamia; y la primera opresión de clases, con la del sexo femenino por el masculino. La monogamia fue un gran progreso histórico, pero al mismo tiempo inaugura, juntamente con la esclavitud y con las riquezas privadas, la época que dura hasta nuestros días y en la cual cada progreso es al mismo tiempo un regreso relativo y el bienestar y el desarrollo de unos se verifican a expensas del dolor y de la represión de otros. La monogamia es la forma celular de la sociedad civilizada, en la cual podemos estudiar ya la naturaleza de las contradicciones y de los antagonismos que alcanzan su pleno desarrollo en esta sociedad.”9 Incluso la idea de que un cambio profundo de los valores y de la cultura es necesario para modificar la situa­ción de opresión que pesa sobre las mujeres, tampoco es un invento de las feministas radicales de la segunda mitad del siglo XX. Ya Lenin planteaba, en 1920 –¡cincuenta años antes!–, que “la igualdad ante la ley todavía no es igualdad frente a la vida. Nosotros esperamos que la obrera conquiste, no sólo la igualdad ante la ley, sino frente a la vida, frente al obrero. Para ello es necesario que las obreras tomen una participación mayor en la gestión de las empresas públicas y en la administración del Estado. (...). El proletariado no podrá llegar a emanciparse completamente sin haber conquistado la libertad completa para las mujeres.”10
La igualdad formal no es igualdad frente a la vida, decía Lenin. Y acordamos en este concepto fundamental de que los decretos revolucionarios no trastocan, de un día para el siguiente, los siglos de opresión que pesan sobre nuestro género. La revolución tiene una duración indefinida en la que, mediante una lucha interna constante, se van transformando las relaciones sociales. “Las revoluciones de la economía, de la técnica, de la ciencia, de la familia, de las costumbres, se desenvuelven en una compleja acción recíproca que no permite a la sociedad alcanzar el equilibrio.”11 Pero que esto sea un proceso y no un acto, y menos aún el mágico resultado de un decreto rojo o la automática consecuencia de la toma del poder, no invalida que es, en los estrechos marcos del sistema capitalista, donde la emancipación adquiere los ribetes de una verdadera utopía. La incorpora­ción de las mujeres a los parlamentos y los organismos internacionales, el acceso a puestos de poder, incluso el permiso para la ejecución de grandes operaciones militares y políticas pueden actuar –para quien no quiera ver la realidad– como un espejismo que esconde tras de sí las cifras dramáticas de las mujeres que hoy mueren por hambre, SIDA, abortos clandestinos, violencia... Y no se trata de violencia simbólica capaz de ser erradicada mediante “revoluciones culturales”.
Por lo que expusimos, está claro para nosotras que la revolución proletaria no es condición suficiente para la emancipación de las mujeres. Pero, también está claro que los mil trescientos millones de pobres que engendra el capitalismo son una razón suficiente para sostener que la revolución proletaria es una condición necesaria para esa emancipación. Nuestro llamado a que el proletariado tome en sus manos la lucha por su propia liberación y la liberación de la humanidad oprimida por las cadenas del capital, no significa pedirles a las mujeres que aplacen sus demandas para cuando esta tarea ya haya sido resuelta íntegramente. Por el contrario, el imperialismo ha conquistado tierras vírgenes y parajes inhóspitos para incorporarlos al mercado mundial. Poblaciones enteras fueron deslocali­zadas y países que hasta hace poco tiempo eran eminentemente campesi­nos, se vieron transformados por las inversiones transnacionales que van en busca de mano de obra “barata”, atravesando fronteras y prejuicios ancestrales. De la mano de esta transformación, las mujeres han entrado en masa en la producción y cada vez más constituyen uno de los sectores más explotados del proletariado internacional. Aspiramos a que estos millones de mujeres se incorporen a la lucha revolucionaria, luchando por sus demandas y por mejorar sus condiciones de existencia aún bajo este sistema del que sólo podemos esperar degradación y barbarie; avizorando que para dejar de ser las “proletarias del proletario” es necesario acabar con la sociedad de clases.
En la historia de la lucha de clases bajo el dominio del capital, nos encontramos con batallas en las que las mujeres desplegaron toda su energía y creatividad, acaudillando a las masas oprimidas, levantándose con ellas e irguiéndose como valerosas combatientes contra la explotación y la opresión capitalista. A ellas queremos homenajear a través de este trabajo de investi­gación que aquí presentamos. Pero también queremos aprender de sus vidas y que éstas sirvan de inspiración para las jóvenes generaciones de obreras que aspiran a ser sujetos concientes de su propia emancipación.
Este trabajo no es una sumatoria de artículos escritos de manera in­dividual, aunque cada uno tenga una autora. Es el resultado de un esfuerzo colectivo que tuve el gusto de coordinar, en el que juntas reflexionamos, intercambiamos opiniones y nos criticamos mutuamente para lograr la inte­gridad que creemos haber conseguido. No sólo participaron de él compañeras de militancia en Argentina, sino también camaradas de nuestros partidos hermanos de Chile y México.
Dividimos el libro en seis capítulos. En el primero, abordamos las historias de aquellas pioneras para las que su preocupación por la emanci­pación obrera estaba indisolublemente ligada a la liberación de la “prole­taria del proletario”, la mujer. En el segundo, recordamos a dos socialistas internacionalistas que supieron enfrentar la traición de los dirigentes del Partido Socialdemócrata Alemán en ocasión del estallido de la Primera Guerra Mundial. Para el tercer capítulo, buceamos en la historia de mujeres rebeldes latinoamericanas que participaron de las luchas obreras y populares de principios del siglo XX, desde el río Bravo hasta la Patagonia austral. En el cuarto capítulo, abordamos las historias de mujeres combativas, que estuvieron presentes en huelgas obreras que se convirtieron en hitos del proletariado norteamericano. El capítulo quinto se tiñe de pasión y heroísmo con las rojas; así denominamos a las mujeres que fueron protagonistas de la Revolución Rusa, la Revolución China y la Revolución Española, cuyas vidas se sintetizan al calor de estos combates. Y por último, cierra esta edición, un capítulo destinado a dos mujeres indómitas, porque no se doblegaron ante las adversidades, resistieron la cárcel y la tortura sin abdicar de sus ideales socialistas, cuando fueron víctimas del terror impuesto por Stalin en la ex Unión Soviética y los países que se encontraban bajo su órbita.
La historia continuó. La década de 1970, que asistió al surgimiento del feminismo de la segunda ola, fue también una década en la que las masas desplegaron su energía combativa y radicalizada contra los pilares del orden mundial. Las mujeres volvieron a ser protagonistas de gestas heroicas en la Primavera de Praga, las huelgas de Polonia, el Mayo Francés, el Cordobazo, los cordones industriales chilenos, Tlatelolco... Afirmamos aquí nuestro compromiso de continuar desempolvando esas historias, donde las mujeres han sido protagonistas con su creatividad y su fortaleza, en el camino de la lucha de la humanidad por su liberación definitiva.
Andrea D’Atri
Buenos Aires, marzo de 2006


1 Pan y Rosas. Pertenencia de género y antagonismo de clase en el capitalismo, de Andrea D’Atri, en esta misma colección.
2 Las autoras de esta compilación pertenecen al Partido de los Trabajadores Socialistas (Argentina), la Liga de los Trabajadores Socialistas (México) y Clase contra Clase (Chi­le), que conforman la corriente internacional Fracción Trotskista – Cuarta Internacional, junto a la Liga Obrera Revolucionaria (Bolivia), la Liga Estrategia Revolucionaria (Brasil) y la Juventud de Izquierda Revolucionaria (Venezuela).
3 Andrea D’Atri, op.cit.
4 Partido Comunista de la Unión Soviética
5 Citado por Trotsky en La Revolución Traicionada
6 Trotsky, op.cit.
7 Esta era una de las ideas del propio Stalin sobre el desarrollo de la Unión Soviética, criticada por los viejos cuadros bolcheviques –fundamentalmente por Trotsky y su teoría de la revolución permanente– ya que contrariaba los análisis marxistas.
8 The Emancipation of Women: the Rise and Decline of the Women’s Movement in German Social Democracy 1863-1933
9 El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado.
10 A las obreras - discurso de 1920.
11 La Revolución Permanente, de León Trotsky.

 

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