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viernes, 12 de julio de 2013

Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes: La casa pintada [Primer capítulo] [Versión escolar]

Autoras/es: Montserrat del Amo
(Fecha original: 2004)
[1] La primera vez que vio Chao la Casa Pintada estaba viajando dentro de un cesto que se balanceaba colgado al extremo de una larga caña de bambú.
Al otro lado, al final de la caña, colgaba otro cesto lleno de verduras y todo el peso del balancín cargaba sobre la nuca y los hombros del Abuelo.
Ya al empezar el largo camino, primero por senderos polvorientos y después por el Camino Imperial que llevaba a la ciudad, Chao se había quedado dormido acurrucado en el fondo del cesto, mecido por el balanceo.
Al entrar en Pekín, le despertó el Abuelo:
[5] -¡Mira! -dijo zarandeando la caña.
Chao se espabiló al momento y se asomó a ver la ciudad. Era muy grande y muy negra. Había larguísimas calles de paredes oscuras, donde se veían grandes bocas abiertas.
-¿Qué es eso?
-Son las entradas a los patios. Dentro están las puertas y las ventanas de las casas de muchas familias -respondió el Abuelo.
Al pasar por delante se oían charlas, risas y canciones. En los patios había alegría, vida y movimiento, pero en las calles la gente caminaba deprisa y en silencio.
[10] Tras un largo recorrido entre paredes negruzcas, llegaron a una plaza.
Al otro lado surgió de pronto una llamarada en rojo vivo.
-¡Fuego! -gritó Chao.
El Abuelo se echó a reír y Chao se frotó los ojos deslumbrados. Se empinó hasta asomar la nariz por el borde del cesto y pudo ver que lo que tanto le había asustado era un largo muro pintado de rojo de arriba abajo.
Brillaba como fuego o sol al sol de la mañana. Y eso no era todo. De trecho en trecho, el muro estaba reforzado con torrecillas rojas, y por detrás se alzaban las paredes y las vigas de una casa adornada con dibujos en azul, verde, rojo, blanco y amarillo.
[15] -¡Una Casa Pintada! -exclamó Chao, sorprendido.
Destacaba vivamente sobre el negro uniforme del resto de la ciudad. El muro, más alto que todas las demás casas, estaba rodeado de un foso lleno de agua, y por encima del muro se asomaba, más alta aún, la Casa Pintada.
-¿Quién vive ahí?
-El emperador -respondió el Abuelo apresurando el paso.
La Casa Pintada era grande y tenía el tejado en punta. Dragones dorados subían por las cuatro esquinas como por una colina de tejas verdes. La cuesta era empinada y, sin duda, los dragones se resbalaban, pues parecían estar siempre en el mismo sitio.
[20] -¿Te gusta? A mí también. Pero tenemos que conformarnos con admirar el palacio desde fuera, pues los guardias no nos dejarían entrar aunque lo intentásemos.
Para ver mejor la Casa Pintada, Chao se revolvió en el cesto poniendo en peligro el equilibrio de la carga. El cesto que colgaba al otro extremo de la caña de bambú se resbaló un poco, y el Abuelo protestó:
-¡Estáte quieto!
Pero Chao estaba fascinado por la Casa Pintada y no podía dejar de mirarla. Se agarró al borde del cesto y se aupó a pulso, asomándose más aún.
El Abuelo caminaba deprisa por el centro de la plaza. Ahora pasaban por delante de la puerta. Era enorme y estaba cerrada, pero aunque hubiera estado abierta no habrían podido franquearla, pues una apretada fila de hombres armados, vestidos de hierro, colocados codo con codo, la guardaban.
[25] -Son los guerreros del emperador. Su guardia personal -dijo el Abuelo.
Inmóviles y brillantes como los dragones del tejado, los guerreros parecían aún más amenazadores y fieros.
Chao se quedó mirándolos, atemorizado, pero no pudo aguantar en vilo mucho tiempo, agarrado al borde del cesto. Se le resbalaron las manos y se cayó de golpe produciendo un brusco balanceo. El fondo rozó con las piedras de la calle y la carga se desniveló haciendo que el Abuelo tropezase.
-¿No me has oído? -gritó enfadado-. Si sigues moviéndote de ese modo, las lechugas, los tomates y las cebollas rodarán por el suelo. ¿Qué vamos a vender, si perdemos las mercancías por el camino?
A otro ya le hubiera ocurrido, pero el Abuelo era muy hábil y manejaba el balancín a las mil maravillas. Sin detenerse del todo, enderezó la caña con esfuerzo y la movió a un lado y a otro hasta conseguir de nuevo el equilibrio de los cestos. Después reanudó su marcha, de pasos rápidos y cortos.
[30] Con mucho cuidado, Chao se levantó de nuevo.
Habían rebasado ya la puerta y, después de bordear el muro, se encontraban en la esquina de la muralla. La dejaron atrás y, a medida que se alejaban, Chao pudo abarcar con la mirada la Casa Pintada en su conjunto.
Observó que el foso era muy ancho y que también en las torrecillas altas había guerreros de guardia.
Detrás de las murallas no se levantaba una sola casa, como le había parecido en un principio, sino que había varios pabellones y muchos quioscos de distintos tamaños. Asomaban por encima de las murallas, desperdigados sobre suaves colinas, rodeados de jardines, lagos y cascadas, y unidos por paseíllos serpenteantes de arena blanca. Tenían las paredes y las vigas pintadas de colores y los tejados verdes, con dragones dorados en las esquinas.
Todo el conjunto dominaba la ciudad, que se extendía a sus pies, negra y lisa.
[35] De la plaza partían las callejuelas del barrio viejo. Hacia allí se dirigió el Abuelo. Pero adivinando el deseo de su nieto, le dijo antes de adentrarse por una de las más estrechas:
-Esta tarde nos pararemos a la vuelta y podrás contemplar el palacio todo el tiempo que quieras.


Sabiendo que siempre cumplía sus promesas, Chao se avino a dejarse llevar lejos de la Casa Pintada sin protestar, pero tuvo los ojos clavados en ella hasta perderla de vista por completo.

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