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jueves, 24 de abril de 2014

Los siete locos de Roberto Arlt. Reseña

Autoras/es: Luis Miguel Madrid para Centro Virtual Cervantes
(Fecha original del artículo: s/d)
Los siete locos
Los siete locos. Buenos Aires: Losada, 1958
Los siete locos. Buenos Aires: Losada, 1958
La primera parte del díptico que Arlt completará en 1931 con Los lanzallamas, relata como Remo Erdosain, un modesto estafador sin ánimo de lucro, se une a una sociedad secreta dirigida por El Astrólogo y en la que participan El Rufián Melancólico y El hombre que vio a la Partera, entre otros, la cual pretende promover una revolución científica, sangrienta y definitiva financiada por una cadena de burdeles y rodeada de una importante red de instituciones ácratas —aunque basadas en la obediencia— planteando la creación, entre otras cosas, del misticismo industrial: «Es tan bello ser jefe de un alto horno como hermoso antes descubrir un continente».
Arlt parte de la premisa del caos sin sentido ni solución en el mundo actual, por lo que sus personajes viajan entre la ideología y el disparate a un horizonte donde es casi imposible de encontrar un sentido a la vida, amargamente caracterizada por el vacío de ideales y esperanza: «Yo lo acompaño de aburrido que estoy. Ya que la vida no tiene ningún sentido, es igual seguir cualquier corriente».
Cada uno de los personajes vive encerrado en su propia cárcel, adosados a la conciencia del fracaso pero con una expectativa de salvación que sólo puede llegar por medio de «un acontecimiento extraordinario», fruto de una idea genial o un golpe de fortuna, que los mismos personajes consideran remoto. Erdosain, consciente de ser «un inventor fracasado y un delincuente al margen de la cárcel», dispone de momentos de angustia y contradicciones intelectuales que pasan por el masoquismo, la aceptación de la locura de todos o la aceptación existencial de una vida sin sentido. Sus actos no le facilitan un especial sentimiento de culpabilidad ni tampoco de satisfacción. Por supuesto, en el universo de Arlt no proliferan los términos medios o la violencia y la dejadez extrema son sus hábitos. En uno de esos bordes, nos podemos encontrar con algún planteamiento similar a lo que años más tarde se llamó existencialismo, a través de la definición de Jean Paul Sartre: «Nacemos, vivimos, morimos, sin que por ello dejen las estrellas de moverse y las hormigas de trabajar».
También se corresponde a veces con una obra sociológica, donde hay lugar para tratar la crueldad del capitalismo, la inmoralidad sexual, la mentira y los abusos, pero sin tomar decididamente un partido, ya que el individualismo y la ironía suelen doblegar a lo social en los planteamientos arltianos: «Conocí a un hombre admirable —dice Erdosain— que está firmemente convencido de que la mentira es la base de la felicidad humana y me he decidido a secundarlo en todo».
Como sucede en toda la obra de Arlt, su posición ideológica no se clarifica y todos los estamentos sufrirán el desprecio de sus personajes, intercalando rabia y sarcasmo en situaciones imposibles de imaginar sino es a través de la parodia o el absurdo: «Ah, y a ver si puede averiguar qué diablo es el gas mostaza. Destruye cualquier substancia que no esté protegida por un impermeable empapado en aceite».
La solución que busca Arlt ante el descalabro social en el que se ve rodeado es por tanto, metafísica (sentimental o espiritual), a imagen quizás de los escritores españoles de la generación del 98 ante unas circunstancias en cierta forma parecidas. Sus personajes sufren un extraño desdoblamiento propio más bien del folletín que abarca desde la angustia metafísica a la refutación del sentimentalismo con dibujos cruelmente expresionistas.
Añade Arlt a esta mezcla inverosímil de elementos una fantasía lúcida en la que se intercala un juego irónico de múltiples interpretaciones.

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